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Las Incondicionales

jueves, 3 de diciembre de 2009

IV Bingo





Antes de chocar contra Edward, Bella supo que su reacción había sido excesiva. Antes incluso de derribarlo al suelo, sospechó que estaba exagerando. Antes incluso de caer sobre él, con las narices rozándose y los labios peligrosamente cerca, supo qué era lo que había oído. Y lo que había oído no era un disparo. No sonó del modo adecuado. El sonido que había resquebrajado el silencio entre ellos no fue más que el petardeo del tubo de escape de un coche.

Antes de haber asimilado todos esos pensamientos, Bella supo que era demasiado tarde para fingir que no había ocurrido nada. Tenía las piernas entrelazadas con las de Edward y el pecho presionado contra el suyo. Los brazos de ella reposaban en sus hombros y las gafas se le clavaban en las mejillas. La respuesta instintiva de luchar o huir no tardó en presentarse y los dos jadearon con fuerza. Estaban tumbados sobre el asfalto.

Bella se hallaba encima de él a modo de protección, se dijo, pero la protección no tenía nada que ver con que su corazón latiese con fuerza contra el de él o con que él la envolviera con sus brazos. Antes de apreciar el brillo en los ojos de Edward, supo que estaban pensando lo mismo y que él lo sabía. Y supo que había cometido un error colosal. Pero ya era demasiado tarde. Al mismo tiempo que Edward se movía para clavar su cadera en la de ella, Bella vio que esbozaba una sonrisa.

—Eso que llevas en los pantalones, ¿es una pistola o es que te alegras de verme? —dijo él entre dientes.

Bella se apartó de él lo bastante como para ofrecerle una sonrisa aun más burlona.

—Es una pistola. La llevo metida en la cintura de los vaqueros.

—¿Y eso significa que no te alegras de verme?

—Significa que me alegro de que nadie haya intentado pegarte un tiro porque no he tenido que sacar el arma.

—Muy bien. —Edward movió sus caderas contra las de ella—. Esto me gusta...
Bella puso los ojos en blanco.

Era la respuesta típica de una adolescente al comentario aún más de adolescente de el, pero era mejor que ceder a las deliciosas sensaciones que le estallaban dentro como si de los fuegos artificiales del 4 de julio se tratase. Poner los ojos en blanco era mejor que cerrarlos, mejor que permitir que escapase entre sus labios un decadente suspiro. Poner los ojos en blanco era mucho mejor que inclinar la cabeza hacia atrás y dejarse llevar por los desvergonzados pensamientos que Edward le provocaba. Y para no echar la cabeza hacia atrás y dejarse llevar, volvió a poner los ojos en blanco.

—¿Alguien te ha dicho alguna vez lo irritante que eres? —preguntó ella.

—No. —Edward entrelazó los dedos bajo la rabadilla de Bella—. Por lo que alcanzo a recordar, en los viejos tiempos, cuando todavía vivía mi vida, las mujeres no pensaban eso de mí. En realidad, había unas cuantas que me consideraban muy especial.

—La señora que fumaba en el baño de la lavandería dijo que eras muy guapo —replicó Bella—. ¿Quieres que vaya a buscarla? A lo mejor no tiene nada que hacer esta noche...

—Había incluso unas pocas que pensaban que yo era una buena persona. Dos o tres decían estar dispuestas a saltarme encima —prosiguió el, como si Bella no hubiese dicho nada—. Eso nunca me ha preocupado. Supongo que lo decían en broma. —Movió las caderas de nuevo, justo para que Bella supiera que no estaba tan tranquilo y relajado como aparentaba. Estaba tan interesado como ella e igual de excitado. Cuando supo que ella estaba al corriente, una sonrisa maliciosa surcó sus labios—. En realidad, tú eres la única que me ha dicho que soy irritante.

Lo que enervó a Bella no fueron sus palabras ni que apenas se conociesen. Como cualquier mujer con algo de cerebro, lo que hizo fue evitar todo lo posible incluso la más mínima sugerencia de intimidad.
Lo que realmente le preocupaba era la sonrisa de Edward.

Pese a decirse que no era sino pura forma, Bella tragó saliva. Sabía el efecto que provocaba esa sonrisa en mujeres de todo el mundo. Era esa sonrisa lo que les llevaba a comprar todas las revistas en las que Edward Cullen aparecía en portada.

Era esa sonrisa la que les provocaba estremecimientos incluso en las imágenes más borrosas de las revistas de tercera fila.

De cerca y en persona, la sonrisa tenía aun más fuerza que en las fotografías y aturdió un poco a Bella, dejándola sin aliento. Era como si la tierra se hubiese movido sobre su eje y una visita convencional a una lavandería encerrase de repente toda la potencia de un pimiento picante.

Una locura, eso y no otra cosa era observar de cerca los ojos de Edward. Una locura desenfrenada, una caída libre a lo desconocido.

Temiendo caer demasiado deprisa, demasiado lejos o con demasiada fuerza, ella reprimió sus fantasías. No le gustaba ser un número más y sabía que si se perdía en la sonrisa de el, sería sólo eso, un número, uno más en la larga lista de mujeres que habían perdido la cabeza y el corazón por culpa de Edward. El poco orgullo que le quedaba no le permitía pensar qué supondría algo así, o qué ocurriría a lo largo del verano, por no hablar de las repercusiones en su carrera profesional y en su futuro.

—Yo no te he saltado encima —dijo Bella con satisfacción. En su voz había más seguridad de la que realmente disponía—. Me limito a hacer mi trabajo.

—Sí, claro. —Edward asintió con solemnidad al tiempo que movió las caderas de un modo que a Bella se le encendió la sangre—. ¿Y con eso quieres decirme que no te resulta divertido? ¿Ni siquiera un poquito?

—¿Y a ti? —Justo después de pronunciar esas palabras, Bella se arrepintió de haberlo hecho. Antes de que él respondiese lo que ella no quería oír, decidió cambiar de tema—. Tontear en un aparcamiento con un tipo vestido con camiseta de malla nunca ha sido una de mis fantasías románticas, si es eso a lo que te refieres. ¿No crees que deberíamos ponernos en pie? No me gusta dar de qué hablar.

—Pues seguro que ya lo has hecho.

Antes de que Bella tuviese tiempo de preguntar por qué lo decía, una sombra oscureció el rostro de Edward y una voz familiar los saludó.

—Oh, qué encantadores son... ¿Se puede saber qué están haciendo?

—Hola, Alice. —EDward se compuso las gafas y sonrió a la vecina—. No estamos haciendo nada. Son cosas de Rose. —Dio unos golpecitos a Bella en la espalda y se atrevió a añadir—: Es una mujer muy apasionada. No puede quitarme las manos de encima.

—¡Claro que puedo! —Para demostrarlo, se separó de el y se sentó en el suelo—. Sólo jugábamos un poco —le dijo a Alice—. Emmett es tan travieso... Ya sabes cómo son los hombres.

—Sí, sé cómo me gustaría que fuese Jasper. —Alice miró a Bella y a Edward con una sonrisa de añoranza—. Mi Jas es una bellísima persona, no creán que no, pero... —Alice se ruborizó hasta el cuello de su camisa verde y escarlata—. Montárselo en un aparcamiento... Eso sí que es romántico.

—¿Montárselo? —Aquella palabra hizo que Bella se levantara como movida por un resorte. Soltó una carcajada que expresaba tanto jactancia como vergüenza—. No quiero que te lleves una impresión equivocada, Alice. ¿Montárnoslo? ¿En un aparcamiento? No somos tan románticos. En realidad, lo que Emmett y yo estábamos haciendo...

Las palabras se le atravesaron en la garganta. Al saltar sobre Edward, había volcado el cesto de la ropa y hasta entonces no había visto que estaba toda desparramada por el suelo.

Alice se agachó y agarró la tela blanca que el viento ondulaba a sus pies y se echó a reír.

—No eres romántica, ¿eh? —dijo la vecina, encantada de haber pillado a Rose en un renuncio—. Apuesto a que tienes unas ganas locas de llegar a casa, ¿verdad, Emm?

—Pues claro. —Edward se puso en pie y le pasó un brazo por la cintura, atrayéndola hacia sí—. Ya te lo he dicho, Alice, es una mujer muy apasionada.

Bella no se sentía, precisamente, una mujer apasionada. En un momento en que tendría que hnaberse sabido armada y peligrosa, se había ruborizado y se sentía aturdida. A ello contribuía el hecho de que la cadera de èl estuviese pegada a la suya y que su pulgar le recorriera las costillas, arriba y abajo.

Hizo todo lo posible por contener un estremecimiento, pero desde el principio había quedado claro que no lo conseguiría. Edward dejó escapar una risotada y Bella supo que tenía que hacer cualquier cosa por salvar aquella situación y lo que le quedaba de cordura.

—¡Qué bromista es! —Bella se escabulló del brazo de Edward lo más juguetonamente que pudo y le propinó un empujón menos fuerte de lo que habría querido—. Siempre complicando las cosas. Vamos, Emm. —Cogió el resto de ropa del asfalto y la metió en el cesto—. Será mejor que vayamos a casa a tender esa ropa. No quiero que se seque arrugada.

—¡Oh, no se vayan todavía! —Alice sujetó a Bella por el brazo—. Iba a pasar por su casa esta noche pero ahora ya no tendré que hacerlo. Como son nuevos en la ciudad, he pensado que tal vez les gustaría salir con Jasper y conmigo el viernes por la noche.

Aquella invitación resultó tan inesperada que Bella no supo qué decir. Esperó que a Edward se le ocurriese alguna excusa, algo que les impidiese acudir, pero al ver que se había quedado tan pasmado como ella, sonrió a Alice.

—¿Salir? Oh, es una invitación muy amable, pero nosotros...

—Oh, no, nada de excusas. —Alice le dio a Bella unas palmaditas en el brazo—. Ya sé qué van a decir: que son recién casados y que quieren estar solos. Bueno, no me extraña. —Miró el pedazo de camisón que asomaba por el cesto de la ropa—. Pero no pueden estar siempre en casa. Vamos, será divertido.

—¿Divertido? —Edward recobró la voz y Bella lo lamentó. Aunque llevaba las gafas, Bella descubrió en sus ojos la misma mirada que en Nueva York, mientras intentaban convencerlo de que abandonase su vida de lujos y privilegios a cambio de cuatro meses de vivir la realidad propia de un ciudadano ordinario. Tenía una mirada que indicaba que no sólo se creía superior al resto de los humanos sino que, además, con toda probabilidad, era cierto.

Temerosa de que Alice notase el cambio, Bella intervino enseguida.

—Lo que quiere decir Emett es que será divertido, seguro, pero...

—Pero quieren pasar todo el tiempo posible en la cama. ¿Es eso lo que estas diciendo?

Al oír aquello, Edward sonnrió y atravesó a Bella con la mirada, desafiándola a mentir.

Bella emitió algo similar a un gruñido. En la Academia no la habían preparado para situaciones como aquélla. Si le decía a Alice que lo que quería era pasarse la vida en la cama con Edward, los chismorreos en el barrio se dispararían. Si le decía que no se trataba de eso, equivaldría a aceptar la invitación de Alice.

Bella sopesó sus opciones y al saberlas tan limitadas, se decidió por la menos mala de ambas. Devolvió la sonrisa a Edward y dijo:

—Nos encantará salir con tu marido y contigo, Alice. Sí, saldremos con ustedes.

******************************

—No. —Frente a la puerta de la unica parroquia de Forks, Edward plantó los pies y cruzó los brazos sobre el pecho—. No entro.

Bella no estaba de humor para discutir. Llevaban discutiendo todo el día, toda la semana, desde que Alice los invitó a salir el viernes por la noche. Con su gran bolso colgado del hombro, Bella se hizo a un lado para dejar pasar a tres mujeres de mediana edad.

—La idea me gusta tan poco como a ti —dijo Bella, intentando no alzar la voz—, pero si no queremos llamar la atención, deberemos hacerlo.

—¿Y crees que no la llamamos? —Edward miró sus vaqueros y su polo verde descolorido. Los vaqueros tenían el trasero gastado y el polo le quedaba estrecho—. Me siento como un pez fuera del agua —dijo. No era eso en absoluto lo que Bella pensaba pero le habría costado admitir lo que tema en mente—. Pero tú... —Miró con tanta intensidad los pantalones cortos de color amarillo de Bella y su camiseta, también de color amarillo con flores naranja, que ella se puso nerviosa—. Tú no estás nada mal —afirmó. Parecía realmente sorprendido. Frunció la nariz y sus gafas se movieron. ¿Cómo es posible? En Nueva York parecías una superagente y aquí en Forks...

Bella no quería saber qué parecía, por lo que no le dio opción a terminar la frase.
—Aquí, en Forks, tiene que parecer que no estoy fuera de lugar —le dijo. Echó un vistazo a los escaparates de las tiendas y a los bares de la calle, a los camiones que pasaban y a la gente que deambulaba por las aceras, vecinos de la zona, niños con monopatines e indigentes—. Yo no me crié en un lugar como éste. Nací en el campo, en Nebraska. —Pese a que llevaban casi una semana juntos, era la primera información personal que le revelaba. No era de extrañar, ya que él no le había hecho preguntas—. La única razón por la que parece que estoy en mi lugar es porque intento encajar. Tú también encajarás. Encajarás cuando dejes de actuar como un pequeño lord. Relájate, Romeo. Sólo por esta noche. Además, si los vecinos nos conocen, será menos probable que hablen de nosotros. Si siempre nos escondemos tras la puerta de casa, se extrañarán. Y la gente que se extraña es propensa a hablar, y eso es lo último que necesitamos.

—No. —Edward sacudió la cabeza con un gesto sencillo y absoluto—. Lo último que necesitamos es entrar ahí dentro. Lo último que necesitamos es... —Se tragó el enfado, o al menos lo intentó, pero nada podía amortiguar el tono despectivo de su voz—. Lo último que necesito en esta vida o en cualquier otra es jugar al bingo.

Bella no pudo contenerse y se echó a reír. Ahora que ya era viernes y se había resignado a los planes de Alice, advirtió lo mucho que le apetecía salir. Había estado encerrada en casa mucho más tiempo del que creía poder soportar, pese a haber estado acompañada del hombre más excitante del mundo.No... Sobre todo porque había estado acompañada por el hombre más excitante del mundo.

Bella alejó ese pensamiento de su mente y todo lo que conllevaba. En los últimos días, a excepción de sus discusiones a causa del bingo, cada uno se había buscado algo que hacer.
Ella se pasaba las horas poniendo al día sus informes, obsesionada con Edward.
Él veía la televisión y caminaba de un lado a otro del salón.
Ella se pasaba las noches dando vueltas en su pequeña cama. Y, por descontado, pensando en Edward.
Por lo que había podido oír, cuando terminaba de ver la televisión y pasear por el salón, se dormía como un; tronco.
Era una vida terriblemente monótona, un verdadero castigo. Cualquier distracción era un alivio, aunque se tratase de un «bingo».

—¡Hola! —Bella vio que Alice se asomaba desde dentro de la parroquia y dejó a un lado sus pensamientos.- Les hemos guardado un sitio, pero será mejor que nos apresuremos. El pájaro matutino empezará enseguida.

—El pájaro matutino —le repitió Edward, sin el entusiasmo de Alice. Bella vio que se le tensaba la mandíbula.

—El pájaro matutino —le dijo, tomándolo del brazo.

—¿Y eso qué es?

—No tengo ni idea, pero enseguida lo averiguaremos.

En la sala reinaba un olor peculiar que Bella asociaba ya con el barrio, una mezcla de los productos químicos que utilizaban en las acerías, humos de los coches de la autopista que dividía la zona y el paso del tiempo. Aunque la noche era todavía joven, en el aire flotaba ya una azulada nube debido al humo del tabaco. Con la poca sutileza que lo caracterizaba, Edward tosió.

—¿Nadie les ha dicho nunca que aquí hay humo de segunda mano? —comentó.

A Bella algo le dijo que sí, que sabían que existía pero que no les importaba. Los ojos le escocían y le flaqueaban las fuerzas. Tras su valiente discurso acerca de la conveniencia de salir, dejarse ver en público y divertirse un poco, no podía soportar la idea de que supiera que todo aquello le parecía un poco intimidante.

Había penetrado en un mundo en el que las técnicas aprendidas en la Academia no servían de nada. Allí, en un barrio en el que abundaba la cerveza y los licores, se acudía al bingo los viernes por la noche y las mujeres aparecían en público con rulos de plástico rosa en el cabello, lo único que importaba era que Edward Cullen siguiese con vida. En Nueva York, le había asegurado a Charlie que haría todo lo que estuviese en sus manos para conseguirlo. A fin de que Edward estuviese a salvo, tenían que relacionarse con los vecinos del barrio, y lo harían, aunque fuese lo último que Bella hiciese en la vida.

—Ahí es donde se compran los cartones. —Alice les mostró una mesa donde dos ancianas vendían los típicos cartones de bingo, con sus cuadrados y sus números —y ¿Cuántos lotes quieren?

De pared a pared, el recinto estaba lleno de desvencijadas mesas de madera, sillas plegables y casi un centenar de personas que parecían prepararse para la larga competición. Muchas de ellas habían venido provistas de bolsas de patatas fritas, galletas, latas de refrescos y bolsas llenas de todo lo necesario para que la noche en la ciudad fuera completa. Aquí y allá, Bella vio algunas mesas con fotos enmarcadas, animales de peluche o enanos de arcilla junto a los cartones de bingo. Bella tiró de la manga de Alice y señaló los objetos.

—Son amuletos de la suerte —explicó Alice—. Cada uno tiene el suyo. Casi siempre son fotos de los hijos o los nietos pero a veces son objetos aún más especiales. Mira a Edna, allí. —Señaló a una mujer muy delgada, de cabello abundante y un carmín de labios rojo brillante—. Se trae los zapatos de Wilbur.

—Unos zapatos... —Bella siguió la mirada de Alice y confirmó el dato—. ¿Quién es Wilbur?

—Su marido —cloqueó Alice—. Está muerto, por supuesto. Yo no creo que los zapatos de Wilbur traigan buena suerte, pero Edna dice que sí. Ustedes también han traído algo, ¿verdad?

—¿Hemos traído algún amuleto de la suerte? —preguntó Bella a Edward.

—Tú eres mi amuleto de la suerte, Rose. —Aunque la mirada de Edward parecía perdida, como si no quisiese ver lo que había a su alrededor, Bella supo que ya había registrado lo suficiente—. Tú eres toda la buena suerte que jamás necesitaré en esta vida —le dijo con los dientes apretados.

—Qué dulce es —dijo Alice, al tiempo que ocupaba su asiento y con un gesto, indicaba a Edward y Bella que se sentasen frente a ella—. ¿No te parece realmente dulce? —preguntó Alice al hombre que les esperaba allí—. Emmett dice que Rose es su amuleto de la suerte.

Aunque Bella nunca había visto a la media naranja de Alice, antes de que ellos se mudaran al barrio, el FBI había tomado decenas de fotos a modo de vigilancia previa de la zona. Al instante, comprobó que Jasper era el tipo de la misma edad de ellos que aparecía en tantas de ellas: metro setenta y dos, unos setenta kilos, ojos castaños, y pelo rubio. Bella sabía que trabajaba en la cadena de montaje de la Ford, que le gustaba pescar, escuchar la retransmisión de los partidos de béisbol de los Indians por la radio y hacer chapuzas en su coche.

—Muy dulce. —Jasper no parecía convencido de lo que decía. Era como si estuviese destinado a una misión de la cual no podían distraerle con chistes graciosos. Cuando todos se sentaron, un individuo se instaló ante la mesa del escenario y dijo algo por el micrófono.

—¡Allá vamos! —Alice dio una palmada a Jasper en el brazo y dejó dos botellas de plástico sobre la mesa. Las botellas tenían tapones esponjosos, por lo que Bella comprendió que eran para frotar los cartones de bingo en ellas—. Y ustedes dos, ¿estan preparados?

—No. —Edward extrajo el tapón de su grueso rotulador azul como si lo estuviese decapitando.

—Sí. —Bella le sacó el tapón a uno de color rojo.

—Éste va a ser un bingo doble —dijo Alice en voz baja, en deferencia al silencio reverente que reinaba en la sala—.

—¿De qué habla? —gruñó Edward.

Bella chasqueó la lengua y bajó la voz para que Alice y Jasper no la oyeran.

—Si prestas atención, verás que no es tan difícil. Además, yo creía que tú eras una especie de genio.

La sonrisa fue tan fría como el cielo invernal.

—Pues claro que sí. Soy un genio. —Puso el tapón a su botella, lo quitó y volvió a ponerlo, con la mano tan apretada que sus nudillos estaban pálidos. En la botella había algo escrito que le llamó la atención. Masculló una maldición y se la enseñó a Bella.
Ésta leyó el nombre del fabricante y estalló en risas:

—Botellitas de la suerte. Industrias Cullen.

—Te prometo que cuando volvamos a la civilización —le dijo EDward encorvando los hombros y hundiéndose en la silla—, venderé esa empresa.

La siguiente hora transcurrió entre el aturdimiento y la confusión. Tras dos o tres cartones, Bella le pilló el tranquillo al juego; si Edward no lo había hecho, si no se divertía, era culpa suya. Cada vez que Alice explicaba las nuevas combinaciones premiadas, Edward la miraba sin pestañear. Cuando Alice logró un bingo, Edward no se dignó a sonreír. En cambio, Bella gritó y aplaudió encantada y, aunque se dijo que sólo lo hacía para seguirle la corriente y no sentirse fuera de lugar, tuvo que reconocer que se alegraba de veras por Alice. También reconoció que sería mucho más feliz si lograba ganar una partida.

—He estado a punto de ganar. Y a ti, ¿cómo te ha ido? Sólo me faltaban el catorce, el setenta y cinco y el veintiuno. ¿Y a ti? —Miró los cartones de Edward. En lugar de tachar los números que ya habían salido, había dibujado una cara con el ceño fruncido. Bella suspiró—. Sé cómo te sientes. Ni tú ni yo ganamos porque no tenemos un amuleto de la suerte.

—No ganamos porque nos importa un pito —murmuró él.

—A ti tal vez te importe un pito, pero a mí sí me importa. —Antes de dar comienzo a la siguiente ronda, hubo un momentáneo descenso en la actividad y Bella cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó en la silla. Miró a su alrededor y vio que una anciana encendía una vela votiva de color rojo. También vio a una mujer joven y atractiva, con el cabello rubio platino, que había colocado las fotos de sus hijos junto a los cartones del juego—. Si tuviésemos un amuleto, ganaríamos. —A Bella no le importó parecer petulante. Hablaba en serio. Ya había gastado la mitad de sus cartones, había comprado también unos cuantos boletos de premio instantáneo y aun así no había ganado nada—. Seguro que hay algo que puede darnos buena suerte.

Edward se puso en pie, se dio unas palmadas en los bolsillos. Si notó que la rubia platino observaba cada uno de sus movimientos, fingió no ser consciente y no comentó nada al respecto.

—No tengo ningún amuleto —dijo, encogiéndose de hombros—. Debo de haberme dejado las cabezas reducidas de los jíbaros en los bolsillos del otro traje.

—Muy divertido. —Bella tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Quiero un amuleto que me dé suerte.

—Pues yo quiero recuperar mi vida anterior. Estamos empatados.
Bella no respondió. No sabía qué decir y, además, empezaba la nueva ronda, el último cartón antes del intermedio. Ya tendría tiempo después de preocuparse por Edward y su actitud. Lo que importaba en ese momento era el juego.

—Treinta y tres —dijo el tipo del micrófono después de aclararse la garganta.

—Yo tengo el treinta y dos —gruñó Bella—, y el treinta y cuatro. Y también el treinta y cinco. ¿Por qué no canta esos números?

—Siete.

—Maldita sea. — tachó el número. Sólo lo tenía en tres de sus dieciocho cartones y sabía que eso no bastaba—. Con estos números nunca ganaré —masculló.

—Sesenta y seis.

—¡Es increíble! De todos los números entre el sesenta y el setenta, canta precisamente el sesenta y seis. ¿Quién tiene el sesenta y seis? ¿Lo tienes tú? —Echó un vistazo a los cartones de Edward-. Sí lo tienes, mira. Aquí, aquí y allí —dijo señalando el número. Bella dejó de buscar el número al ver que Edward se volvía en el asiento y agarraba algo de debajo de la mesa. Le mostró un envoltorio vacío de chicle y lo dejó sobre la mesa ante ella.

—Toma, aquí tienes un amuleto. Y ahora, haz el favor de callarte.

El papel del envoltorio era rosa metalizado y reflejó la luz de la sala iluminando los cartones de juego. Bella parpadeó, asombrada por el gesto de Edward. Cuando el tipo del micrófono cantó el cincuenta y siete, olvidó su momentánea sorpresa y volvió a concentrarse en el juego.

Tachó número tras número sin perder de vista el envoltorio rosa hasta que cantaron el número trece.

—¡Bingo!—gritó Bella, convencida de que el envoltorio le había traído suerte.
Con las manos temblorosas a causa de la emoción, recogió lo que había ganado de manos de una anciana que vestía una bata de estar por casa y zapatos ortopédicos. La mujer comprobó el cartón de Bella y le entregó el dinero. Edward la miró y la mujer se alejó dedicándole una sonrisa.

—¡Mira! —dijo Bella, agarrandolo por el brazo—. ¡He ganado cien dólares! ¡He ganado cien dólares! —Edward se esforzó en demostrar algo de entusiasmo y casi sonrió—. Supongo que, para ti, cien dólares son calderilla —le dijo —, pero para mí no lo son. —Contó los billetes y se los metió en el bolsillo—. Es mucho dinero. Si tenemos en cuenta que nos hemos gastado treinta, he incrementado nuestro dinero en un porcentaje mayor al de los fondos de inversión de las mutualidades.

—Los fondos de inversión no implican el uso de un pulmón de acero. —Edward tosió y se golpeó el pecho—. Ni de un quiromasajista. —Dio un respingo y se desperezó.

El descanso llegó como agua de mayo. A Bella también le dolía la espalda y tenía el trasero plano después de haber pasado tanto rato sentada en aquella dura silla, aunque apenas lo había notado hasta entonces. Contenta con sus ganancias y por lo bien que transcurría la velada, se puso en pie y dijo:

—Alice y yo vamos al bar. Soy la gran ganadora —dio unas palmaditas a su bolsillo— y me toca invitar. ¿Qué quieres que te traiga?

Edward miró la cocina de baldosas amarillas del otro extremo de la sala y a la mujer encargada del bar, de cabello azulado y ataviada con un traje de nilón blanco.

—Tomaré salmón de Mangalore marinado en leche de coco —dijo—. Y curry. Y, como guarnición, espárragos silvestres a la plancha con vinagre balsámico y, veamos... —Echó la cabeza hacia atrás y añadió—: Un buen vino blanco. Lo dejo en tus manos, aunque estaría bien un vino chileno.

Bella hizo una mueca. Era la única respuesta que el merecía.

Cuando se alejó, por primera vez Edward no se fijó en sus largas y esbeltas piernas o en el movimiento de sus caderas lo suficiente como para recordarle que, por muy agente del FBI que fuese, era toda una mujer.

No se detuvo a pensar en su cola de caballo, que saltaba alrededor de su nuca, o en la fantasía que toda la semana había amenazado con minar su autocontrol: recorrer con la lengua el mismo camino que trazaba la cola de caballo cada vez que Kate daba un paso. No se imaginó mordisqueando el lóbulo de su oreja o rozando su cuello con los labios. Ni siquiera pensó en darle un beso en el escote de su camisa para comprobar si se estremecía.

Por una vez, no pensó en ninguna de esas cosas. Al menos, no con mucha intensidad.

Estaba demasiado ocupado preguntándose cómo era posible haber caído en uno de los círculos del infierno acerca de los que el poeta Dante había escrito.

Era el infierno. Tenía que serlo. El infierno del bingo.

—¿Cómo lo haces?

Edward estaba tan absorto pensando en qué habría hecho él para merecer semejante castigo que no advirtió que Jasper se sentaba a su lado.

—¿Qué? —preguntó, sacudiendo la cabeza para volver a la realidad.

—Que cómo lo haces —repitió Jasper—. Lo he notado cuando Betty ha traído el dinero de tu Rose y, ahora, otra vez. Esa chica de ahí, la guapa del cabello platino. —Inclinó la cabeza hacia la rubia, que miraba a Edward al tiempo que estrujaba un paquete de cigarrillos vacío—. He visto cómo te ha estado mirando desde que has entrado.

—¿Qué es lo que has notado? Dímelo.

—Las reacciones que provocas en las mujeres, como cuando has dicho que Rose era tu amuleto de la suerte. A Alice le ha parecido lo más dulce que había oído en mucho tiempo. ¿Cómo se te ocurren esas cosas?

La idea de mantener una conversación sobre técnicas de seducción con un tipo como Jasper sumido en una de las peores situaciones de su vida, casi hizo reír a Edward.

—No lo sé —dijo, y hablaba en serio—. Yo no hago nada, al menos de manera consciente.

—Probablemente se deba a tu físico. —JAsper sacudió la cabeza, demostrando con ello admiración—. Incluso con esas gafas de estudiante universitario. Pero lo demás... —

Jasper miró hacia el suelo, luego al techo y de nuevo al suelo antes de aclararse la garganta—. ¿No podrías enseñarme a hacerlo? —preguntó.

Por fortuna, Edward no tuvo tiempo de responder. A decir verdad, no sabía qué decir y antes de verse obligado a improvisar una respuesta, Alice y Bella estuvieron de vuelta y Jasper se escabulló a su asiento y se perdió entre la nube de humo, al otro lado de la mesa. Delante de Edward, Bella dejó algo parecido a un perrito caliente de tamaño gigante. La salchicha iba dentro de un panecillo y estaba cubierta de concentrado de tomate y chucrut.

—El salmón de Mangalore se les había terminado. Me dijo que lo pida de nuevo la próxima semana. Tendrás que conformarte con la especialidad de la casa, salchicha polaca.

—Pues no voy a hacerlo. —Edward apartó el plato que Bella le había ofrecido—. Prefiero pasar hambre.

—Como quieras. —Bella se encogió de hombros, indiferente, y se acomodó en su asiento. Abrió una lata de cola baja en calorías y alargó la mano para hacerse con el bocadillo de Edward.- Ya me lo comeré yo.

Bella engulló el bocadillo mordisco a mordisco, ayudándose con tragos de refresco. Cuando terminó, una mancha de chucrut se extendía en el centro de una de las margaritas amarillas de su camisa y tenía una gota de salsa de tomate en la barbilla.

—Ven —le dijo Edward, y de forma automática, ayudado por una servilleta de papel que ella había traído del bar, le limpió el mentón.

Como contacto personal no fue nada del otro mundo. Servilleta de papel. Salsa de tomate. Barbilla. Sin embargo, sintió una especie de corriente eléctrica haciéndole cosquillas en la punta de los dedos, como si aquel ligero roce con la piel de Bella bastase para prender chispas.

Podría haber sido uno de esos momentos insignificantes pero memorables que a veces se dan entre las parejas, un pequeño paso que los empuja a saltar por encima de toda lógica y verse arrastrados a una noche de pasión.

Podría haberlo sido si Bella se hubiese molestado en advertirlo, pero no fue así.
En vez de eso llamó a la mujer que vendía los boletos de premio instantáneo.

—¿Cuántos quieres? —preguntó la mujer.

Edward arrugó la servilleta de papel y la lanzó a una bolsa de color marrón en la que habían estado echando los cartones gastados.

—¿Cuántos quieres? —Bella le preguntó a Edward.

—No quiero ninguno —respondió—. Y tú tampoco.

Sin embargo, Bella compró un puñado de boletos y los rascó en tiempo récord.

—¡Qué manera de tirar el dinero! —exclamó Edward viendo cómo Bella tiraba un boleto tras otro a la bolsa—. Sería mejor que salieses a la calle y...

—¡He ganado! —Bella se levantó de la silla y se puso a saltar—. ¿Lo ves? He ganado. —Le puso el boleto ante la nariz—. ¡He ganado veinticinco dólares! ¡He ganado veinticinco dólares!

Había ganado. En algún rincón de la mente de Edward, una voz le dijo que debería alegrarse por ella y lo habría hecho, pero estaba preocupado. No le gustaba apreciar en los ojos de Bella aquel matiz vidrioso ni comprobar que sus mejillas estaban encendidas. No le gustaba que cada vez que ganaba, se gastara de inmediato el dinero en más boletos de premio instantáneo. Había visto esa misma actitud en todas partes, desde Las Vegas a Montecarlo. La serpiente de la ludopatía la había mordido, se había cobrado otra víctima.

—Tienes que sentarte y relajarte —le dijo Edward al tiempo que tiraba de la manga de su camisa—. Respira hondo. —Miró a la rubia platino, vio cómo les lanzaba bocanadas de humo y cambió de opinión—. No, no respires hondo. Siéntate y relájate.
Con los hombros tensos, Bella le hizo caso.

—No puedo relajarme. El próximo cartón está a punto de empezar. —Colocó una mano encima del papel del chicle y con la otra agarró el rotulador.

Durante unos segundos, edward pensó que sería apropiado darle una charla sobre supersticiones. Diría que el envoltorio del chicle no podía ser un buen amuleto ya que lo había encontrado en el suelo. Cuando se lo había dado a Bella, no lo había hecho con la intención de darle buena suerte, lo único que deseaba era que callase de una vez. Estaba a punto de decírselo y lo habría hecho si en ese preciso instante, Bella no hubiese completado otro bingo y ganado otros cincuenta dólares.

Sólo tuvo que mirarla a los ojos para saber que, por mucho que le dijese, ella no le haría ningún caso.

—Es increíble, ¿no te parece? —dijo Bella mientras rascaba más boletos instantáneos—. Nunca había tenido tanta suerte en mi vida. ¿Crees que por eso estamos aquí? ¿Crees que se trata del karma o del destino o algo así, quiero decir? ¿Que realmente estamos aquí no por ti sino por mi causa? ¿Para que pueda descubrir lo afortunadísima que soy? Hay bingo todos los viernes por la noche. El próximo viernes no tenemos nada que hacer. Creo que deberíamos volver y...

Eso era más de lo que Edward podía soportar y no sólo por la idea de pasarse otro viernes en las profundidades del infierno. Antes de que Bella tachara otro número o rascase otro boleto instantáneo más, se puso en pie y la levantó en sus brazos.

Bella aulló, sorprendida y molesta. Alice dejó escapar una risita y comentó lo romántico que era todo aquello. Jasper alzó la mirada de sus cartones, pero en cuanto cantaron el siguiente número volvió a concentrarse en ellos.

—¡Espera! —Edward ya se había alejado tres pasos. Agarró el bolso con una mano y el envoltorio del chicle con la otra.

Si el necesitaba alguna prueba adicional que certificase que había obrado bien, el detalle del papel serviría. Sin importarle las caras de asombro de algunos jugadores, sin pensar en lo extraño que resultaba que la gran mayoría estuviesen tan absortos en el juego que ni siquiera se diesen cuenta, la tomó en sus brazos y la sacó de allí.
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ok, un pokito loca nuestra Bella no?...pero debo decir que el bingo u otros juegos asi han consumido a varios de mis amigos ^^... en fin.
Se dieron cuenta de lo que pensaba Edward....mmmm. el si la imagina en otras facetas...jajaja
ya ok, sigo escribiendo??
me comentan que les parecio ya?
Besos
LAs quierooooo

3 comentarios:

Anónimo dijo...

porfa vor sigue escribiendo
esta bkn porfa ten loa demas cap enla semana
y las otras istorias tambien y esta historia esta cool y porva sube cap de amor a toda prueba kuidate besos

Anónimo dijo...

q bonito... =) esper k scriban mas

Electrica Cullen Black dijo...

Te dije que me iba pero necesito leer más.
Edward de preocupa por Bella, esto marcha.

Afilianos ^^

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