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Las Incondicionales

jueves, 26 de noviembre de 2009

III Lavanderia






—¡Arriba, Romeo!
La puerta del dormitorio de Edward no estaba del todo cerrada y, cuando Bella llamó con los nudillos, se abrió. El Aún dormía a pierna suelta.

Como, de forma oficial, Edward era el invitado de honor en aquella charada, le habían asignado el dormitorio más grande, y como aquélla era la habitación que se suponía que Rose y Emmett iban a ocupar, se había instalado en la cama de matrimonio.

Gracias a la escasa luz matutina que se colaba entre los arrugados bordes de la cortina, Bella vio que Edward dormía en el lado derecho, repantigado en las almohadas y con las sábanas de rayas verdes y azules cubriéndole hasta los hombros. Tenía un brazo debajo del cuerpo y el otro tendido en el espacio vacío que había a su lado.

Bella gruñó entre dientes y estiró el cuello. Había dormido sobre un colchón lleno de bultos en una de las camas de su habitación, a poca distancia de la de Edward. No sólo envidió la gran cama que él ocupaba sino que él fuese capaz de dormir como un niño. Al mirarse al espejo del baño aquella misma mañana, Bella había visto el reflejo de una mujer que había pasado la noche dando vueltas en la cama sin apenas pegar ojo.

No quería pensar en ello. No deseaba revivir aquellas horas plagadas de conjeturas.
Había visto cambiar una a una las horas en la radio despertador y se había preguntado por qué había aceptado aquel trabajo. Bajó las mantas, luego volvió a subírselas hasta el cuello y pensó en Edward Cullen.

No en Edward Cullen, el playboy guaperas de las revistas, el que miraba con descaro a las cámaras y sonreía. Tampoco en el Edward Cullen, magnate de los negocios, que dirigía todos y cada uno de los movimientos de una empresa internacional.

Pensó en el auténtico Edward Cullen, el que durante el escaso tiempo que habían compartido, había hecho gala de arrogancia, impaciencia y descortesía incluso hacia un ídolo nacional como Smokey, así como de unas dotes de conquistador que habían hecho estremecer a la agente especial más sensata de todo el Departamento de Justicia cada vez que la había mirado.

No era aquél un pensamiento tranquilizador, y Bella hizo todo lo posible para apartarlo de su mente. Tumbada en la cama, recordó que el viaje desde Nueva York había transcurrido, por suerte, sin incidentes, y eso la relajó. Pero, en el momento en que cerró los ojos, vio el rostro de Edward. Rememoró el tácito desafío que brillaba en sus ojos cuando anunció que estaban recién casados, la sonrisa sesgada y engreída que le había dedicado al alzarla en sus brazos. Bella recordó el ronroneo de su voz en la penumbra de la sala: «Te dejaré en el suelo cuando haya terminado


Aunque el sol ya había salido, aquellas palabras provocaron un estremecimiento en su columna vertebral, igual que el que había notado durante las horas de insomnio de la noche anterior.

—Es trabajo, no diversión. —Se repitió las palabras tantas veces que casi se convirtieron en una especie de mantra. El trabajo consistía en velar por la vida de Cullen. En cuanto a la diversión, Bella tendría que renunciar a ella. Algún día, echaría la vista atrás y se preguntaría cómo pudo hacerlo. Algún día, se daría cuenta de que había dejado escapar la oportunidad de hacer realidad la fantasía de toda una vida. Algún día, cuando pudiera hablar libremente del caso, les explicaría a sus amigos cómo había pasado el verano, y cuando eso ocurriese, sus amigos se quedarían boquiabiertos y la asaltarían a preguntas.

—¿Dejaste pasar la oportunidad de saltar a la cama de Cullen? ¿Estás loca?
Tal vez sí lo estaba, pero no era estúpida.

La mente de Bella tomó una decisión aunque su cuerpo no estaba del todo de acuerdo.

Depositó el cesto de la colada en el suelo y llamó de nuevo a la puerta de Edward.
Al no obtener respuesta, entró en el dormitorio.

Bella se deslizó entre la cama y el vestidor que había ante ella.
—¡Eh! —Reacia a acercarse demasiado o a arriesgarse al contacto, se mantuvo lo más lejos que pudo de la cama, erguida, y tocó la espalda de Edward con un dedo—. ¡Eh, arriba!

Edward murmuró unas incomprensibles palabras. Luego siguió durmiendo.
La vacilación de Bella se disolvió bajo una sana dosis de irritación. En la habitación había una sola ventana y se acercó a ella. Tiró de la cuerda de la persiana interior, que saltó hasta el techo con un chasquido y levantó una nube de polvo.

Edward se sentó en la cama como movido por un resorte.
—¿Qué demonios...?

Bella se echó a reír. Con la persiana levantada, el sol inundó el dormitorio y barrió la alfombra de color azul desvaído, rozó las paredes color crema y brilló de lleno en el lugar que las sábanas habían ocupado para mostrar, de cintura para arriba, un cuerpo de perfecta musculación, proporciones exquisitas y un magnífico bronceado.

A Bella se le heló la sonrisa en los labios. Trabajo, no diversión, se recordó, pero al instante descubrió que evitaba los ojos de un sorprendido Edward, aún medio dormido, y los suyos vagaban por la mata de vello negro de su pecho y los hombros que habían inmortalizado las revistas del corazón: Edward en bañador, Edward de gimnasta, Edward en una bañera con una supermodelo más famosa por su belleza que por su cerebro.

Trabajo, no diversión. Las palabras sonaron menos seguras; más aun cuando sus ojos se posaron en las sábanas enrolladas alrededor de la cintura de Edward.

Desde donde ella estaba, las sábanas dejaban una abertura por la que se apreciaba el delgado contorno de su cadera y la solidez y longitud de la pierna.

A Bella nunca se le había ocurrido pensar que durmiese desnudo. Fue presa de la vergüenza y sus mejillas se encendieron, así como se encendieron otras partes de su cuerpo en las que, en esos momentos, no quería siquiera pensar. Antes de que Edward supiese lo que había visto y cuál había sido su reacción al verlo, se dirigió hacia la puerta a toda prisa.

—Vamos —le dijo—. Hay que ponerse en marcha.

—¿En marcha? —La voz de Edward sonó adormilada y confundida—. ¿Dónde vamos?

Ella no se dignó a contestar. Agarró el cesto de la ropa sucia y con él en las manos abrió la puerta de su cuarto La cerró y apoyó la espalda en ella, con el rostro ardiendo y la respiración tan acelerada como si hubiese corrido un par de kilómetros.

Permaneció quieta hasta que oyó la puerta del cuarto de baño y el agua correr. Entonces, tragándose la vergüenza, maldijo su hiperactiva imaginación, su libido sobrecargado y la seguridad en sí misma que le hacía pensar que podía entrar en el dormitorio de Cullen sin tener que atenerse a las consecuencias.

Cruzó la habitación, dejó el cesto de la ropa sobre la cama y se acercó a las maletas con las que había viajado desde Nueva York. No se molestó en mirar la ropa sino que la metió toda, puñado tras puñado, en el cesto de la colada. Cuando ya había vaciado la primera y se disponía a hacer lo mismo con la segunda, la puerta se abrió de repente.

—¿Dónde vamos?

Bella apretó los dedos alrededor de una camiseta de color naranja que acababa de sacar de la maleta. Respiró hondo para tranquilizarse, deseó que el rubor hubiese desaparecido de sus mejillas y se volvió.

Por suerte para su compostura y su determinación, no estaba desnudo, pero por desgracia, la elección del vestuario dejaba mucho que desear.

Lucía un pantalón corto de deporte color negro qua no le cubría demasiado. Su origen era una tienda de segunda mano, como toda la ropa que ambos habían traído consigo. La cinta elástica de la cintura estaba deformada y los pantalones le caían sobre las caderas. Llevaba el cabello mojado y peinado hacia atrás y eso, más la barba de un día, le otorgaba a su rostro un aspecto huesudo y angular. No se había molestado en ponerse camisa ni zapatos y, bajo el sol de la mañana, en el vello de su pecho brillaban como diamantes unas cuantas gotas de agua.

Y sus ojos también brillaban, maldito fuera.

Se adentró un par de pasos en la habitación. Si se sentía incómodo, no se le notaba. Miró a su alrededor, juzgándolo todo, desde la cómoda individual con todos los cajones abiertos hasta las maletas de Bella en el suelo.

—¡Dime que no es cierto! —Edard se llevó las dos manos al corazón teatralmente—. Rose, amor mío, no habrás pensado abandonarme, ¿verdad?

—No seas idiota. —Bella pensó que tenía que estar agradecida de que lo fuese. Le hizo recordar qué estaban haciendo exactamente allí o qué se suponía que tenían que hacer. También le recordó lo pelmazo que Edward Cullen podía llegar a ser. Con una mirada que expresaba exactamente eso, terminó de vaciar la maleta en el cesto y anunció—: Vamos a la lavandería.

No imaginaba que Edward pudiese quedarse sin palabras. Cuando el falso repartidor de pizzas había sacado la pistola, Edward había mantenido su proverbial aplomo. En cambio, en esos momentos, la miraba boquiabierto e incrédulo. Pensaba que Bella bromeaba.

Bella sonrió y metió la mano en los bolsillos interiores de la maleta.

—No sé tú, pero yo no voy a ponerme toda esa ropa sin haberla lavado. —Con dos dedos sacó una impactante prenda de vestir. Era una camisa o eso parecía, una camisa de encaje de lycra. Era horrible y su bilioso color chartreuse era aún más desagradable. Era de manga larga muy ajustada y con escote redondo. Quien hubiese escogido aquello en la tienda no conocía a Bella. Era, por lo menos, dos tallas más pequeña que la suya. Extendió el brazo con la camisa colgando de los dedos y arrugó la nariz—. A saber dónde ha estado esto y quién lo ha llevado. A ti tal vez no te importe, pero yo me sentiría mejor si mi ropa estuviera en contacto con un buen detergente y un poco de lejía.

—¿Y luego te la pondrás?

Bella no comprendía qué quería decirle. Vio entonces que la mirada de Edward se desplazaba de la camisa de encaje a la parte delantera de la sudadera que llevaba puesta en esos momentos sobre los vaqueros. Arqueó despacio las cejas y dijo:

—Tengo que reconocer, agente Swan, que con esa camisa de encaje...

—¿Estaría horrible? —No quería darle la oportunidad de fascinarla, ya que temía que, en uno de sus intentos, le funcionase. Por eso decidió pararle los pies antes de que tuviera la oportunidad de hacerlo. Tiró la camisa de encaje al cesto, cerró la cremallera de la maleta y la metió debajo de la cama—. ¿Era eso lo que ibas a decir? —Aquello bastó para recordarle a Edward que debía recobrar la sensatez.

—No... Iba a decir que no parecerías en absoluto una agente especial. —Sonrió, satisfecho de sus palabras—. Era eso lo que iba a decir...

—Bien. —Bella agarró el cesto de la colada—. Si no quieres lavar la ropa, es cosa tuya —le dijo. No tuvo que fingir. En realidad, le importaba un bledo que Edward quisiera o no lavar su ropa—. Si crees que no es necesario lavarla antes de ponértela...

—Bueno, sí, claro que sí. —Como si buscara a tientas una explicación lógica, añadió—: Cuando salgas, la recoges y te la llevas a la...

—¡Ah, no! —lo interrumpió Bella—. Mira, "Romeo", dejemos las cosas claras. Jugaremos a las casitas durante todo el verano pero eso no significa que acepte hacer el papel de la mujercita. No voy a ordenar lo que tú desordenes y mucho menos lavarte la ropa.

—Pero...

—Si la quieres limpia, te la lavas. Si no la quieres limpia, tú verás. —Se encogió de hombros y se dirigió a la puerta.

Edward le cerró el paso. Bella no podía creerlo. Incluso con aquellos deformados pantalones de deporte parecía el presidente de un consejo de administración. Sus ojos resplandecieron con un brillo que a ella le recordó el centelleo del sol sobre el granito. El cruzó los brazos en su pecho.

—La haré limpiar. Cerca de aquí tiene que haber una tintorería o una lavandería que recojan y entreguen a domicilio.

—¿Con nuestros ingresos? —rió Bella-. Perdona, pero eso no está en el guión.

—Pues yo no iré a una lavandería de autoservicio. —Edward frunció los labios—. No y no.

—Pues tendrás que hacerlo. —Antes de llegar a la puerta, Bella se acordó de su bolsa de mano. Dejó el cesto en el suelo y se acercó a la cama. Se arrodilló y tiró de la bolsa. Sacó un libro de su interior y lo dejó en la mesita de noche. El FBI había hecho una concesión y le había permitido llevar ropa interior nueva así como calcetines. Se sentó en el suelo y se dedicó a abrir los envoltorios de plástico con los dientes. Cuando terminó, extrajo su contenido, las únicas cosas que serían realmente suyas durante los cuatro meses siguientes: nueve pares de bragas blancas de algodón y nueve pares de calcetines—. Una de las reglas de nuestro juego es que donde tú vayas, voy yo. ¿Lo recuerdas? —le preguntó—. Y cuando yo vaya a alguna parte, tú vendrás conmigo, aunque se trate de la lavandería. No puedo correr el riesgo de dejarte solo.

—¿El riesgo? —Preocupado y reacio a demostrarlo, Edward se acercó a ella. Era una estrategia muy pobre y Bella lo sabía. Edward estaba de pie y ella sentada en el suelo. Eso le daba ventaja. Podía levantarse, por supuesto, pero si lo hacía, estaría demasiado cerca de sus brazos y de su torso desnudo y de las caderas que asomaban por encima de la cinturilla de sus pantalones cortos. Decidió no moverse

—. ¿Qué posibilidad existe de que alguien me encuentre aquí, en este agujero cochambroso? —Edward dio unos pasos hacia la puerta y regresó de nuevo. Las tablas del suelo crujieron bajo su peso—. Tú dijiste que éste era el escondite perfecto. Jamás me descubrirían, tú lo dijiste. Así que ve tú sola a la lavandería y...

—Imposible. —Bella recogió los envoltorios de plástico uno a uno y los lanzó a una papelera que estaba al otro lado de la habitación. No falló ni un solo tiro. Cuando El estuvo a una distancia prudencial, se puso en pie y se sacudió los pantalones
—. Tengo órdenes muy estrictas. Yo iré donde tú vayas, tú iras donde yo vaya. Si no te veo, no puedo protegerte y eso significa que tengo que tenerte siempre a la vista.

—Pues anoche me dejaste solo.

Bella se negó a morder el cebo y a aceptar la sugerente media sonrisa que Edward le dedicaba, respondiendo a ella con los labios apretados.

—En la casa hay un sistema de alarma, pero es de suponer que eso no lo sabe nadie. Además, en este dormitorio estoy más cerca de las escaleras. Si se presentan los malos, los detendré antes de que lleguen a tu cuarto.

—Estoy seguro de que lo harás.

Ése era el máximo cumplido que había recibido de él y decidió no replicar. Metió los calcetines y la ropa interior junto al resto de prendas y alzó el cesto.

—¿Listo? —preguntó.

Alex no respondió. Se volvió y lo descubrió hojeando el libro que había dejado sobre la mesilla de noche.
—Extrañas libertades, de Jacob Black- ¿Lo estás leyendo?

Recordó que, estando en Nueva York, Edward había demostrado su apoyo a Black. A ella no le parecía mal, ya que Black era un hombre de principios. Atraída por su fama, por no mencionar el hecho de que todo el mundo hablaba de él, entró en una librería y pagó 26,95 dólares por Extrañas libertades. Quería saber de qué iba todo aquello.

—Sí, lo estoy leyendo.—Bella intentó hablar de Black como lo hacía todo el mundo. —. Yo no soy de esas que compran un libro sólo porque el autor sea famoso. Black es un gran hombre. —Eso, como mínimo, era cierto y a Bella no le avergonzó admitirlo. Su siguiente frase no iba a ser tan sincera. Escondió la mano tras la espalda y cruzó los dedos—. Black es un escritor brillante.

Edward no respondió, al menos de momento. Pareció que iba a hacerlo pero abrió la boca y volvió a cerrarla al instante. Era como si no supiese qué decir: expresar su desacuerdo o admitir a desgana que ella estaba en lo cierto. No lo aclaró. En lugar de eso, siguió hojeando el libro.

—Es muy intelectual. Lo que escribe es muy denso. —Edward la miró con una chispa de desafío en los ojos—. ¿Crees que Rose Tomashefski leería algo así?


Bella alargó el brazo y le arrebató el libro.
—Nadie lo verá —dijo, apretando el libro contra su pecho como para protegerlo—. Y además... —No estaba dispuesta a reconocer que había dejado el libro en su bolsa de mano después de un viaje de fin de semana a Denver. Como no estaba ansiosa por terminarlo, se había olvidado por completo de Extrañas libertades—. Ya he leído la mitad —añadió, aunque tampoco era verdad. Había terminado el primer capítulo, eso sí, pero después de treinta y seis abrumadoras páginas, todavía no sabía de qué trataba ni pensaba tomarse la molestia de seguir leyendo—. Tengo que descubrir qué ocurre... No traerlo conmigo habría sido injusto.

—Lo único que ocurre es que ese intelectual no encaja con la forma de ser de nuestros personajes. —Edward asintió, como si corroborara algo. El amago de una sonrisa se dibujó en sus labios—. Tú, agente especial Isabella Swan, tienes una vena rebelde, ¿verdad? Nadie sabe que has traído ese libro.

Bella tuvo que contener la risa. ¿Agente especial Isabella Swan? ¿Rebelde? Si sus compañeros de la Academia oyesen aquello, se partirían de risa. Si había algo por lo que no destacaba era precisamente por su rebeldía. Era una agente muy cumplidora y se enorgullecía de ello.

Pero Edward no tenía por qué saberlo pues, si lo admitía, debería reconocer también que era tan superficial como los demás lectores que entraban en las librerías y gastaban el dinero que tanto les costaba ganar en libros que ni siquiera eran buenos.
—Nadie sabe que he traído el libro —repitió Bella, con la esperanza de cambiar de tema cuanto antes. No estaba segura de poder fingir por más tiempo. Para librarse de aquella idea y del libro, abrió el cajón de la mesilla de noche y metió Extrañas libertades dentro. Algo le dijo que, cuando hiciera las maletas para regresar a Nueva York, el libro se quedaría allí, intacto y sin haberlo terminado—. ¿Vas a delatarme a la policía?

—¿Vas a obligarme a que vaya contigo a la lavandería?

Bella suspiró aliviada. Habían regresado a tierra firme, a un terreno que no entrañaba literatura jeroglífica llena de imágenes incomprensibles y mensajes ambiguos.

—No te olvides las gafas —le dijo a Edward.
Él accedió a regañadientes. Con un hondo suspiro, seguido de un gruñido, se dirigió hacia la puerta con el cesto de la colada en las manos. Ya estaba en el pasillo cuando Bella oyó un largo y agudo silbido.

Ella advirtió, demasiado tarde, que había cometido un error. Hizo acopio de fuerzas, se tragó el orgullo y salió.

Encontró a Edward de pie ante la puerta del dormitorio. El cesto de la colada estaba en el suelo y Alex estaba boquiabierto. Tenía un camisón de raso blanco entre los dedos.

Mientras ella lo miraba, alzó la prenda en el aire, formando una cortina entre ambos. Observó las finas tiras que lo cerraban y se lamió los labios. Luego miró el escote del camisón y tragó saliva al ver que tenía una abertura que iba desde la base hasta la altura de la cadera. Guiñó un ojo a Bella y le preguntó:

—¿Tienes algún plan del que no me has hablado?

—El único plan que tengo es velar por tu vida —respondió Bella con las mejillas encendidas.
—Pues con ese camisón no lo conseguirás. —Sacudió la cabeza y la miró de un modo que a Bella se le puso la carne de gallina—. Si te lo pones, sufriré un ataque al corazón y...

—No me des ideas. —Le arrebató el camisón y volvió a meterlo en el cesto de la colada. No le resultó fácil ahuyentar las deliciosas ideas que asaltaban su mente ni apagar el lento fuego que calentaba su sangre—. Y no te hagas ilusiones porque no pienso ponérmelo nunca. Es parte del guión, el tipo de prenda que una recién casada cuelga en el tendedero.

—¿Y lo has traído sólo para colgarlo en el tendedero? —Para hacer acopio de fuerzas, Edward respiró hondo. Luego, sacudió la cabeza, se volvió sobre sus talones y entró en su cuarto sin añadir una sola palabra. Aunque Bella lo oyó murmurar algo que sonó como «Qué largo va a ser este verano».

Iba a ser un verano terriblemente largo.

Las máquinas, pegadas a la pared, chapoteaban cada una a su propio ritmo. Había conseguido instalarse enfrente de la que Bella había llenado con su ropa, por lo que pudo ver al alegre unicornio rosa girar junto con dos pantalones amarillos hasta desaparecer tras una nube de burbujas y dejar paso al camisón blanco.

Flotaba tal como lo había visto en su imaginación cuando lo encontró en el cesto de la ropa.

Bueno, no exactamente del mismo modo, se corrigió. Al imaginar el camisón, lo había visto con Bella dentro. Y cuando imaginó a Bella con el camisón puesto, se vio a sí mismo quitándoselo, desatando las tiras una a una.

Incómodo debido a aquellos pensamientos y a las imágenes que evocaban en su mente, se revolvió en el banco y dejó escapar un sonoro gruñido. Miró de nuevo hacia la lavadora justo en el momento en que volvió a aparecer el camisón blanco. Por fortuna, Bella estaba ocupada doblando unas toallas y no pudo fijarse en su cara de estúpido. Edward se esforzó para que no se le cayese la baba.

¿Qué demonios le ocurría? Actuaba como un adolescente con las hormonas exaltadas.
Cruzó los brazos sobre el pecho. Vestía una ajustada camiseta negra con tejido de malla en la cintura. Había decidido ponérsela, no porque fuera mejor que ninguna de las otras prendas que tenía sino porque no le importaba no lavarla. En realidad, tenía pensado tirarla a la basura tan pronto llegasen a casa.

La ropa que le habían dado o la casa en la que viviría no eran en absoluto de su estilo. Era la primera vez que iba a una lavandería de autoservicio y su forma de comportarse con Bella tampoco cuadraba con su personalidad. Era célebre por su frío refinamiento, su educado ingenio, su elegancia tanto en los negocios como en las diversiones, así como en todo lo que se extendía entre unos y otras. Era un famoso «playboy», por supuesto, pero siempre se había enorgullecido de darle un significado nuevo y original a esa palabra.

Nada de escándalos. Nada de relaciones complicadas con mujeres casadas o inestables. Nada de unirse a damas que buscaran publicidad. Nada de adolescentes menores de edad ni de actrices maduras que intentasen revivir sus años de gloria gracias a un romance con alguien atractivo para las cámaras.

Y allí estaba, intentando convencer a una mujer que, a todas luces, no estaba interesada en si él era el Romeo de la prensa del corazón. Aquello, en sí, ya era malo, pero, para empezar, Bella no era su tipo de mujer.

Le gustaban altas y delgadas. Bella medía unos treinta centímetros menos que él. Tenía una buena cabellera, bonitos ojos, un cuerpo firme, de complexión mediana, lindo pero no extraordinario, un físico que, aunque no detendría el tráfico, tenía las curvas de rigor en los sitios adecuados.

Le gustaba que sus mujeres fuesen elegantes y originales. Que se sintieran a gusto vistiendo lentejuelas, trajes de seda. Antes de echarle un vistazo al contenido del cesto de la ropa, ya sabía qué tipo de mujer era Bella: bragas blancas de algodón y calcetines de algodón también blancos.

Ella no era su tipo. No lo era en absoluto.
Semejante idea tenía que haberle animado o, cuando menos, aliviado de la carga que entrañaba pensar que tenía que impresionar a Bella, pero el no estaba tranquilo. Las camisetas de malla chocaban de frente con la imagen que, con tanto esfuerzo, se había creado. Las lavanderías llenas de mujeres en pantalones cortos o bermudas no tenían nada que ver con su sentido de la estética. Tampoco estaba acostumbrado a aburrirse y, en aquel lugar, no había nada que le gustase. Estar allí sentado, ocioso e improductivo, mientras sus negocios estaban parados y sus planes personales en hibernación, no le satisfacía en absoluto.

A Edward le llamó la atención el titular de una de las columnas de portada del periodico que estaba en la silla de al lado: «Black deberá comparecer ante el juez.»

—¡Maldita sea!—gruñó entre dientes.

Tomó una decisión. Guando tuviese que afrontar aquella cuestión y vérselas con la agente Swan, lo haría.

Edward se puso en pie y, como quien no quiere la cosa, se dirigió a la parte trasera de la lavandería, donde sabía que había un teléfono público; había oído a una mujer pidiendo un taxi y a otra pelearse con un tipo llamado Junior al que, por lo visto, le interesaba más el whisky con ginger ale que ella.

El teléfono colgaba a duras penas de una pared de yeso llena de números de teléfono, palabrotas y jeroglíficos, sin duda símbolos de bandas juveniles. Edward agarró el receptor y resistió el impulso de frotarlo contra la camiseta. La camiseta no debía de estar más limpia que el teléfono, por lo que habría sido inútil. Marcó el número de la oficina privada de Seth Clearwather, esperó el tono e insertó la tarjeta prepago en la ranura.

De repente, una mano colgó el aparato. No tuvo que mirar para saber de quién era aquella mano.

Siguió aferrado al receptor y tomó aire muy despacio. Enseguida lamentó haberlo hecho. El lugar olía a calcetines sucios, suavizante para la ropa y a humedad. Aferrado al teléfono con toda la fuerza de su rabia, se volvió.

Los ojos de Bella le sugirieron nubes de tormenta gris claro en el centro y negros como el carbón en los bordes.

—¿Qué estás haciendo? ¿A quién querías llamar? —Hizo todo lo posible por hablar en voz baja, pero en su tono había exasperación, con un puño cerrado a un costado y la otra mano colgando el teléfono para asegurarse de que la conexión se había interrumpido.
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? —A Edward no le gustaba que se entrometieran en sus cosas. No se molestó en decírselo. Si quería, que lo adivinara—. Quería hacer una llamada, o al menos eso era lo que intentaba. ¿Supone eso un problema para ti?

—Por supuesto. Ya sabes que no te está permitido...

Bella calló lo que iba a decirle porque una mujer acababa de salir del baño. Forzó una sonrisa.
—Te comprendo perfectamente, querida —dijo la mujer, miró a Edward de arriba abajo—. Qué guapo es... Vigílalo bien. Conozco el paño. Primero empiezan a inventar excusas sobre sus llamadas telefónicas, luego tienen que quedarse en el trabajo hasta muy tarde y al final acaban saliendo todo el fin de semana. Con los amigos, dicen. —Miró a Edward, furiosa, y le soltó otra bocanada de humo—. Asqueroso —le dijo.

La mujer se marchó y Edward la miró hasta que llegó junto a un carro de supermercado lleno de ropa. Pensó que a Bella ya se le habría pasado el enfado pero no era así: no se había movido ni había quitado la mano del teléfono.

—Venga —le dijo—. Nos vamos.

Edward no estaba dispuesto a que se saliese con la suya. No podía colgar el receptor hasta que Bella lo soltase. Fingió llevárselo de nuevo a la oreja.

—Tú tal vez te vayas pero yo no. Y ahora, si me permites un poco de intimidad, haré una llamada telefónica.

—No, no la harás. —Edward no esperaba que le quitase el receptor y lo colgara. Fue la única razón por la que claudicó tan deprisa.

—Nos vamos —repitió ella—. Ahora mismo.

—Después de la llamada.
El quiso alcanzar el teléfono y Bella lo agarró por el brazo. Dando la espalda a las grandes cristaleras de la entrada de la lavandería, se hizo a un lado para que Edward viera la calle.

—Mira ese Blazer verde que pasa...

Edward no fue capaz de comprender cómo Bella lo había sabido, pero tenía razón. Un coche utilitario último modelo con los cristales ahumados pasó ante el establecimiento. Tardó unos instantes en comprender por qué Bella lo miraba fijamente a los ojos: veía el reflejo de la calle en sus gafas.

—Es la tercera vez que pasa —afirmó ella.

—Cuando has visto un Chevrolet, es como si los hubieses visto todos —dijo el, encogiéndose de hombros.

—Pero no todos tienen la misma matrícula. Ohio. X de rayos X, Y de yoyó y Z de zapato, seis, uno, uno. Es el mismo coche. Y para mi gusto, conduce demasiado despacio cuando pasa frente al escaparate.

Era todo tan rocambolesco que Edward casi se echó a reír. Entonces se acordó del falso repartidor de pizzas y de las fotos de Aro Vulturi a la puerta de su casa de Long Island. Vio que el Blazer aminoraba la marcha al pasar ante la lavandería y que, después, aceleraba de nuevo.


—¿Y qué quieres que hagamos?

Bella asintió, contenta de que, por una vez, Edward tomase la decisión correcta.

—Tenemos el coche aparcado detrás. Tú quédate aquí. Me haré con el cesto de la colada y buscaremos la salida trasera. —Se dirigió hacia donde había dejado el cesto pero se volvió y miró a Edward—. Ni se te ocurra tocar el teléfono.

No fue la advertencia de la agente lo que le hizo desistir, sino el darse cuenta de que regresaría antes que hubiese marcado el número. Vigiló el escaparate por si el Blazer pasaba de nuevo y esperó a que Bella volviera. La agente enfiló un estrecho pasillo que terminaba en una puerta que daba al aparcamiento trasero. Dejó el cesto en el suelo y, con una seña, indicó a Edward que no se moviera. Salió agachada y con la espalda pegada a la pared del edificio.

Despues de unos minutos ella volvió a la puerta.

—Se han marchado. —Bella miró hacia la calle de nuevo.

El barrio estaba plagado de tiendas, algunas de venta al detalle y otras al por mayor. Se trataba de la zona vieja de la ciudad y, aunque las calles tenían árboles, eran estrechas y estaban congestionadas. Había un constante fluido de tráfico en todas direcciones —Es una tontería quedarnos aquí para ver si regresan. Después llamaré a la oficina y les daré el número de matrícula para que investiguen. Pásame las llaves del coche que están en mi bolso y espérate aquí mientras lo pongo en marcha.

—¡Venga ya! Pero si no han tenido tiempo de poner una bomba. —Edward no sonrió. Lleno como estaba de ropa mojada, el cesto de la ropa pesaba mucho más que antes. Lo alzó con un gruñido y abrió la puerta—. Además, preferiría morirme antes de que alguien supiera dónde he pasado la tarde. Así que, si vuelo por los aires en pedazos, mejor. Al menos no tendré que ver cómo, en mi necrológica, me llaman «el Romeo de la espuma de detergente».

—No digas sandeces.

Bella caminó entre Edward y la calle. Volvió la cabeza varias veces. Miró entre los otros coches estacionados en el aparcamiento e incluso se agachó para inspeccionar una destartalada furgoneta.

El no se dejaba llevar fácilmente por las emociones o la tensión, pero al observar a la agente Swan le resultó imposible no pensar en sus sombrías advertencias. Hasta el camisón, mojado en la parte superior del cesto, no se veía tan atractivo como en la relativa seguridad de su ruinosa casa.

Por las miradas que ella lanzaba a la acera, a la calzada y a los otros coches aparcados, Edward advirtió que Bella sabía perfectamente lo que se hacía. Buscaba señales, pruebas de la colocación de algún artefacto explosivo en los vehículos del aparcamiento, o bien se aseguraba de que un coche que parecía vacío, lo estuviese de veras.

—No sabes cuánto me alegro de no ser el malo.

—¿Qué? —preguntó Bella, inspeccionando el coche que tenían al lado.

—He dicho que me alegra no ser el malo. Eres muy dura cuando es necesario.

—Es mi trabajo.

—Eso no lo dudo. Lo único que digo es que lo haces bien.

Bella se ruborizó. Edward no entendió su reacción. Como cumplido, no era nada del otro mundo, sobre todo si lo comparaba con otras cosas que podría decirle.
Podría decirle que el rosa le sentaba bien. Que el color de la camiseta ponía de relieve el tono cremoso de su piel y que contrastaba a la perfección con sus ojos. Podría decirle que apartarse el cabello del rostro con una cinta elástica, como solía hacer, era una buena idea. Le gustaban las hebras que escapaban de la cinta y la forma en que le acariciaban las mejillas movidas por la brisa. Podría decirle que, ahora que habían logrado huir de los desagradables olores de la lavandería, captaba el perfume que se había puesto antes de salir de casa. Era el mismo perfume que llevaba el día anterior y que, aunque era un olor vulgar, empezaba a agradarle su fragancia. Le recordaba el pomelo. Podría incluso decirle que su forma de mirarlo, con los ojos muy abiertos y los labios lo bastante separados como para dejar a la vista la punta de su lengua sobre los dientes, le hacían pensar que tenían algo que decirse.

Eso era exactamente lo que había decidido comentarle cuando el silencio que los envolvía se vio interrumpido por un fuerte ruido. ¡Bang!

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Ok, espero les guste este capi, de a poco comprendemos que nuestros prortagonistas sienten mas que "un pokito" de atraccion....
Por dios , los dos tienen una gran imaginacion!! jajaja

Chicas espero me puedan comentar si estoy haciendo los capis muy largo o si estan bien asi!.
LAs quiero!!!!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Primeraaa Bang?? Como que bang?? Que le va a pasar a Edward?? =( Espero que nada malo, aun le quedan muchas cosas que vivir con Bella jeje
A mi gustan asi lo capitulos, no me parecen largos, sino cortos =D
Me a gustado mucho, aver si se besan o algo. Ahora espero con impaciencia y mucha intriga el siguiente capitulo jeje
Besos
Bárbara

Sonia dijo...

Mi neny me a gustado y mas lo del camison te quedo perfecto. Bueno tu sabes q me encantan esas partes. Y lo del Bang me as dejado en el limbo q paso que haras con mi hombre, plssssssss escribe me gusto

Electrica Cullen Black dijo...

No son largos, porque enganchas de tal manera que no quieres que terminen. Lo que si he notado es que a veces llamas Alex a Edward, supongo que te estas basando en alguna novela y a veces te se cuela el nombre que aparece el ella.
Me gusta mucho la parte del camisón.
Tengo que dejarlo por hoy, son las 4:30 de la madrugada y me caigo de sueño. Espero poder terminalo mañana, me temo que hasta después de las navidades no pueda pillar el ordenador. Cosas de tener un hermano, ahah.

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