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Las Incondicionales

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Complicaciones

Mis queridas amigas... lamento realmente la tardanza de mis historias pero al igual que algunas de nuestras amigas, mi familia no pasa por su mejor momento lo que significa que a veces ni siquiera tengo un minuto para mi.

Ademas tuve que utilizar el dinero que tenia para comprar un netbook (y asi poder escribir en mis ratos libres) en cosas para mi madre que sufre de cancer.

Esto no significa que deje de escribir (me muero si lo hago)

Pero claramente las historias se demoraran mas de lo que ya me demoro, pero estaran. Lo que si, anuncio que solo me limitare a escribir una historia a la vez...y cuando complete una comenzare con la otra.

Solo espero que mis proyectos para el 2010 funcionen y asi tener mas tiempo para hacer lo que amo ..... escribir...

Chicas las quiero mucho y espero comiencen un año con el pie derecho.
A todas ustedes:

Mer, Carla cullen, B Cullen, Noel, Electrica Cullen Black, Kokoro, Sayuri, Solcis, Vanessa Cullen, Lubally , Barbara, Eva, Loquibell, Laura, Maite, Angylito y por ultimo pero no menos importante mi hermanita linda hermosa que sabe por lo que estamos pasando mi sis DALY (te extraño)

Mucho besos y eternos cariños

Neny Writter Cullen

viernes, 18 de diciembre de 2009

V Decepciones





Bella dio un respingo al notar el bofetón del aire frío de la noche en sus mejillas calientes. Sacudió la cabeza y, aunque sabía perfectamente dónde había estado y lo que había hecho allí dentro, tuvo la impresión de despertar de un sueño. Por lo que recordaba, había sido una especie de sueño con diversos componentes: demasiado humo de tabaco, demasiados boleto de premio instantáneo y el haberse dejado llevar en exceso por el entusiasmo.

Cerró los ojos con fuerza e intentó tragarse la vergüenza. Era inútil. Cerrar los ojos no la hacía sentir mejor ni le ayudaba a olvidar que Edward Cullen, playboy millonario, magnate de los negocios, amigo personal de gente importante y testigo estrella en su caso, maldito fuera, la estaba portando en brazos como si de un saco de patatas se tratase.


Aquello bastaba para que la humillación que sentía en ese momento durase toda la vida. Y si añadía la forma en que Edward la tomaba por los hombros, con la barbilla apoyada en su cabeza, y la forma en que la mejilla de Bella descansaba sobre el pecho de el... una sola vida no sería suficiente.

—Para, por favor. —La voz de Bella no fue más que un gruñido preñado de incomodidad y de los últimos vestigios de lo que equivalía al humo de un gran incendio—. Suéltame.

—¡No! —Edward se detuvo, pero sólo para que pasase un autobús. Después cruzó la calle sin soltarla y siguió caminando con paso rápido y decidido—. No voy a soltarte hasta que nos alejemos de ese lugar y tú estés a salvo de la fiebre del bingo.

—¿La fiebre del bingo? —preguntó Bella entre dientes. Se atrevió a abrir los ojos y vio que Edward la miraba.

No sabía qué expresión descubriría en su rostro o cuál sería la que más problemas le traería. Si Edward se reía, le entrarían ganas de pegarle. Si no se reía, no podría hacer otra cosa que especular acerca de su seriedad. Edard era un hombre poderoso e influyente.

No toleraba a las personas informales y no se relacionaba con irresponsables.
Si no soportaba esos defectos en sus colegas de trabajo, ¿cómo iba a aguantarlos en la persona encargada de velar por su vida?

—Puedes soltarme, en serio. Estoy bien. —A duras penas, Bella consiguió que aquellas palabras sorteasen el nudo de vergüenza que se le había formado en la garganta. Al ver que no respondía, insistió—: te lo juro! ¡Te lo juro! Por favor, suéltame.

La miró vacilante y cuando vio que Bella arqueaba las cejas en un gesto que indicaba que hablaba en serio, la depositó en la acera.

—Gracias. —Bella dejó el bolso en el suelo mientras se alisaba los pantalones y la camisa. Pensó que sería maravilloso poder alisar su reputación con la misma facilidad. Arrugó el envoltorio de chicle rosado y lo tiró al suelo—. ¿Ves? —le dijo a Edward, mostrándole las manos vacías—. Estás a salvo. Sin el amuleto de la suerte, no me atrevería a entrar de nuevo en el bingo.

Pasó una furgoneta que aplastó el envoltorio y Bella comprendió el simbolismo. Aplastado como una tortita, como seguramente quedaría aplastada su carrera cuando corriera la voz de lo ocurrido.

No quería mirar a Edward, temía apreciar en sus ojos algo tan inquietante como el amuleto de la suerte arrasado en el asfalto. Algo le decía que Edward estaba realmente decepcionado.
Lo entendía a la perfección. Ella también lo estaba.

—Comprendo que estés enfadado. En serio. —Insegura, Bella respiró hondo. Alzó el bolso y lo colocó frente a su pecho a modo de escudo. Al mismo tiempo, se obligó a mirar a Edward a los ojos—. Lo he estropeado todo, por completo. No había ningún tipo de amenaza contra tu persona ni contra tu seguridad. No es una excusa. Si lo fuera, no sería una buena excusa. Lo único que yo quería era encajar en ese lugar y... —Buscó palabras más efectivas que las que había utilizado hasta entonces—. Me he olvidado de mí misma.

Bella metió la mano en el bolso. Palpó su semiautomática de nueve milímetros, unos cuantos billetes sueltos, dos boletos usados y el teléfono móvil. Sacó el teléfono y volvió a dejar el bolso en el suelo.

—Seguro que a estas alturas ya habrás imaginado que el teléfono de casa no funciona. La línea no está conectada.

Si a Edward le sorprendió el cambio de tema, no lo demostró. Miró a Bella y luego miró el teléfono y dijo:

—Porque no quieres que haga llamadas...

—Exacto. Porque pensamos que estarías más seguro si no las hacías. Toma. —Le ofreció el teléfono móvil—. Utilízalo para llamar a Charlie Swan. Cuéntale la horrible verdad. Se enterará de todos modos, tiene un sexto sentido. Pero lo que también tiene es mucha responsabilidad y no quiero que pienses que lo que ha ocurrido es culpa suya. Tengo fama de ser una persona digna de confianza, siempre lo he sido. De no haber sido así, Charlie nunca me habría encomendado esta misión. Habla con él. Él sabrá qué hacer. Mañana por la mañana llegará otro agente.

Edward no se molestó en mirar el teléfono y no apartó los ojos de Bella. Su rostro era inexpresivo y había algo indescifrable en su mirada. No parecía indiferente sino cauteloso y por primera vez Bella supo por qué era un triunfador. El no acostumbraba a enseñar su juego. No lo hacía hasta tener una mano ganadora.

—¿Una sustitución, Rose? —preguntó—. ¿Y cómo voy a explicárselo a los vecinos?

Edward sabía hacerse cargo de la situación. Bella pensó que debería estarle agradecida. Si se concentraba en los detalles, quizá podría olvidarse de lo mal que se sentía, al menos durante un par de minutos.

—No te preocupes. Supongo que el agente que me sustituya traerá consigo la información necesaria. Un padre enfermo, la llamada de una amiga de Los Ángeles que necesita ayuda, una intervención quirúrgica... —Harta de sostener el teléfono, intentó que Edward lo tomara—. Hay mil maneras de explicar la desaparición de la pobrecita Rose. Charlie te dará instrucciones al respecto.

Edward se volvió y, como si nunca hubiese visto uno, fijó su vista en el aparato.

—No estoy seguro de recordar cómo se utilizan estos chismes.

—Ya lo recordarás —

Edward dejó caer el móvil en el bolso de Bella.

—No hay ningún motivo para llamar a Charlie.

—¡Pues claro que lo hay! —Bella no daba crédito a sus propias palabras: intentaba convencer a Edward para que hiciese una llamada que equivaldría a pasar los años que le quedaban en el FBI ocupándose únicamente de trámites burocráticos. O peor aún, del expediente del oso Smokey. Intentó no pensar en ello y recordarse a sí misma que el deber estaba por encima de todo y que estaba en deuda con Edward—. Perdí el control —le dijo ella, al notar que Edward no había hecho nada por contradecirla ni por intentar que se sintiese mejor—. Si no soy capaz de controlarme a mí misma, ¿cómo voy a controlar la situación? No sé...

—Se te fue un poco la cabeza, no es tan grave. —Edward se encogió de hombros—. ¿Así que Emmett se ha casado con una lunática? ¿Y a quién le importa eso? ¿Quién lo ha notado? Estabas tan descontrolada que ni siquiera advertirse que actuabas del mismo modo que todos los demás...

—Pero yo...

—Te comportaste como una idiota. —Edward se volvió hacia la calle, abrió los brazos y gritó—: ¡Eh, mundo! ¡Rosalie Tomashefski es una idiota! —Las palabras rebotaron en los edificios que los rodeaban y cuando el eco calló, Edward se volvió hacia Bella—. ¿Lo ves? Ya te lo he dicho. A nadie le importa. Además, enloquecer como tú enloqueciste no es ningún delito.

Edward tenía razón, pero eso no la hizo sentir mejor.

—No, no es un delito —reconoció—, pero no tenía que haber ocurrido.

Edward sonrió y se acercó a ella.

—Algunas de las cosas más dignas de ser recordadas que he hecho en la vida son cosas que nunca tendrían que haber ocurrido.

A Bella no le gustó lo que esas palabras entrañaban ni la sugerencia que brillaba en la sonrisa de Edward.

—Tal vez, pero...

—¿Por qué no te escuchas a ti misma? —Edward soltó una carcajada que sonó auténtica y cariñosa y colocó la mano sobre el hombro de Bella en señal de amistad—. Intentas convencerme de que llame a tu jefe para que te aparte de la misión. ¿De veras lo deseas? Porque si lo quieres…

—No!!. —Había muchas cosas que Bella no sabía de Edward, pero lo que sí sabía era que no se trataba de alguien propenso a los juegos. Le pedía que dijese la verdad y no le daría otra oportunidad para hacerlo—. No, no quiero que me aparten del caso. Quiero hacer un buen trabajo. Tienes que creerme.

—Pues claro que te creo. —Le agarró el hombro con más fuerza. Era una noche cálida y la piel le ardía. La brisa, que encrespaba el cabello de Bella, era agradable pero la temperatura de su sangre aumentaba, en particular cuando Edward recorrió su hombro con los dedos en dirección a la nuca. Le colocó un mechón suelto detrás de la oreja y le acarició la mejilla con el pulgar. Su voz era tan cálida como su tacto—. Mira, en Nueva York me salvaste la vida. Es el acto de valor más significativo que he presenciado en mi vida y nunca lo olvidaré. En mi opinión, eso es más importante que la locura, manía o tontería que te haya provocado un estúpido bingo.

—Captado el mensaje. —Bella rió. Reír era lo único que podía hacer para dejar de temblar bajo las caricias de Edward. Con la esperanza de que pareciese un movimiento más casual de lo que en realidad era, se separó de él, pero incluso eso no bastó para romper el frágil contacto que se había establecido entre ellos, pues se mantuvo como un susurro en el aire, vibrando en toda su piel.

Para ocuparse en algo, recogió el bolso y se lo colgó del hombro. Luego volvió la vista hacia la iglesia.

—¿Estás seguro de que no quieres que volvamos a rascar unos cuantos cartones más? Ya sabes que tengo una racha de buena suerte.- dijo en tono burlon

—Completamente seguro. —Edward la agarró por el codo y tiró de ella en dirección a casa. En esa ocasión, Bella no se opuso aunque supo que habría debido hacerlo. También supo que no tenía que dejarse llevar por sus emociones, y mucho menos por segunda vez.

No sería sensato pasear tomados de la mano y con la cadera de Edward presionando contra la suya. No era sensato permitir que su voz la envolviese, con aquella modulación tan suave como las sombras.

Y, sin embargo, no intentó soltarse. Se sentía tan a gusto...

*****************************


—¡Maldita sea, has hecho que se cortara la comunicación!

Edward miró el teléfono móvil que tenía en las manos. Con la luz del amanecer colándose por la ventana de la cocina, era imposible ver los números en la pantalla digital. Además, sabía que el teléfono de Seth Clearwather ya no estaba allí. Bella se había asegurado de ello al cerrar el teléfono antes de que sonase siquiera el primer tono.

—¡Sí! Y lo haré tantas veces como sea necesario. —Bella le arrancó el móvil de las manos. Llevaba una bata amarilla de felpa y se metió el teléfono en el bolsillo—. Me has robado el teléfono. Lo has tomado de mi bolso. Eso es caer muy bajo!!.

Edward cruzó las manos sobre el pecho. No estaba acostumbrado a que lo desafiasen y pensar que se trataba de una mujer descalza cuyo camisón rosa asomaba por debajo del dobladillo de una bata que le llegaba a la rodilla, no facilitaba las cosas. Tampoco las facilitaba el titular del periódico de aquella misma mañana que se encontraba sobre la mesa de la cocina: «Empieza el juicio contra Black

—No te lo he robado. Lo he tomado prestado.—Edward alzó la barbilla, deseando que ella desafiara su lógica—. No, ni siquiera lo he tomado prestado. Lo he utilizado. Para eso están los teléfonos, ¿no? Para utilizarlos...

—Tú no. —Pese a la bata amarilla y al camisón rosa y a los pasadores azules y rosa, típicos de adolescente, que llevaba para sujetarse el cabello, Bella no tenía nada que ver con la excéntrica mujer a la que había sacado a rastras del infierno del bingo la noche anterior. Aunque era obvio que acababa de levantarse, estaba del todo despierta, completamente alerta y más dispuesta que nunca a impedirle que mantuviese contacto con la vida que, de forma provisional, había dejado.

—¿No lo entiendes? —Los ojos de Bella brillaron con un color a mitad de camino entre las nubes grises de tormenta y el hielo invernal—. ¿No ves el peligro que correrías si contactaras con alguien de fuera?

—Yo no iba a contactar con "alguien", iba a contactar con Seth; intentarlo al menos. —Nervioso, Edward se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y empezó a caminar de un lado a otro de la cocina. Era una distancia penosamente corta y tuvo que recorrerla varias veces antes de conseguir ordenar sus pensamientos y controlar la frustración que amenazaba con estallar en forma de ira incontenible—. Llamar a Seth no supone un peligro —le dijo a Bella. Sabía que era cierto. Nunca había estado tan seguro de nada ni de nadie en toda su vida—. Seth y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Es mi secretario personal. Jugamos juntos a golf, soy el padrino de su hijo mayor... ¡Qué diablos! Seth no me traicionaría, no pagaría aun asesino a sueldo para que me liquidase.

—Eso no significa nada. Quieras admitirlo o no, hay que afrontar los hechos. A estas alturas del juego, no sabemos en quién podemos confiar y en quién no...

—En Seth podemos confiar.

—Quizá. —Bella hizo una pausa para darle a aquella palabra un énfasis que Edward pensaba que no merecía—. Quizás estés dispuesto a correr ese riesgo, pero te diré una cosa: yo no. Ya te lo advertí una vez: he trabajado duro y mucho tiempo en este caso. Aunque tuvieras ganas de morir, no te lo permitiría, al menos hasta que hayas declarado ante el juez.

—Supongo que debería darte las gracias. —Edward podría haber seguido discutiendo sobre el tema si otro pensamiento no hubiese cruzado por su mente. Todo era culpa suya y, al darse cuenta de ello, se sintió hundido. No podía culpar a nadie excepto a sí mismo—. No tendría que haber accedido a testificar.

Sí, se comportaba como un niño mimado, un adolescente al que acabasen de decirle que no iban a dejarle el coche el viernes por la noche. Sin embargo, eso no significaba que Bella tuviese que intervenir para que se sintiera mejor.

Pero la agente no lo sabía y se abalanzó sobre él y le puso la mano en el brazo, con una expresión tan intensa, tan sincera, tan propia del FBI que Edward tuvo que contener la risa.

—No hablas en serio, ¿verdad? —Bella sacudió la cabeza, rechazando de inmediato la idea. Una mujer como ella no podía creer que él hablase en serio. Para Bella estaba muy claro qué estaba bien y qué estaba mal

— ¿Te has olvidado ya de los tipos que te abordaron para blanquear dinero en uno de tus bancos? Maldita sea, ¿has olvidado que son la escoria de la humanidad? ¿De dónde crees que sacan tanto dinero? ¿Apostando en las carreras de yates y jugando a bacarrá? —Se rió de sus propias ideas pero no había ni un ápice de humor en el sonido que emitió—. Lo obtienen con la droga —prosiguió. Le soltó el brazo y anduvo hasta el otro lado de la mesa. Como si se aferrara a la verdad y a su fe en el orden correcto de las cosas, se agarró al respaldo de una de las sillas—. Del tráfico de armas. De la prostitución. Porque tienen secuaces en las estaciones de autobuses de todo el país que engatusan a las adolescentes que se han escapado de casa, y esas chicas acaban vendiendo sus cuerpos en las esquinas de las grandes ciudades del país para que esos tipos puedan comprarse mansiones y yates y pagarse estancias en Cancún. Son tipos ricos, poderosos y crueles. Y de todas las personas con las que se han puesto en contacto, tú has sido el único que ha tenido la valentía de venir a contárnoslo. Y eso les ha impresionado. Temen lo que puedas declarar en el juicio. Saben que eres un testigo perfecto y que puedes conseguir que los encierren. De otro modo, nunca habrían contratado a Vulturi para que te matase.

—¿Y crees que por decírmelo voy a sentirme mejor? —Edward se mesó el cabello—. Tampoco olvido que me ofrecieron un buen porcentaje en los beneficios. Tendría que haberlo aceptado y echar a correr. Ahora estaría en las Canarias, en algún chalé soleado con vistas al océano. Cielos azules. Aguas vivificantes. Chicas calientes. —Dejó escapar un suspiro—. Tendría que haberme metido en el mundo del hampa.


—Pero no lo has hecho.

En la voz de Bella había tal destello de admiración que a Edward le resultó imposible mirarla. Se volvió y se acercó a la mugrienta ventana que daba a las vías del tren y a la fábrica de acero.

¿Qué pensaría Bella si se enteraba de que había dudado antes de presentarse ante las autoridades? No se trataba de que hubiese barajado la idea de aceptar una parte del dinero blanqueado que le habían ofrecido. No se lo había planteado ni por un segundo. Lo que sí sopesó fue la idea de olvidarse de todo, convencerse de que no era una cosa tan seria como parecía.

Y entonces empezó a recibir las primeras noticias sobre el arresto de Jacob Black.

Precisamente por eso, le había interesado de un modo tan especial el arresto de Black. Aunque éste nunca lo sabría, le había recordado que hay cosas correctas y cosas incorrectas. Black había tomado una decisión y marcado un hito. Era muy raro que un hombre mostrase semejante coraje, y si Jacob podía hacerlo desde la celda de una cárcel, él también lo haría desde su ático de Manhattan.

Pero lo que nunca pensó fue que todo aquello terminaría llevándolo tan lejos de su piso de Manhattan. Nunca imaginó que lo llevaría a una casa como aquélla. La frustración dio paso a la resignación y, como no estaba; acostumbrado a resignarse, estalló en un ataque de cólera.

Apretó los puños con fuerza y alzó la cabeza. O bien Bella no sabía captar el lenguaje corporal o ignoraba que a veces es mejor callar y cambiar de tema. En lugar de esperar a que las cosas se tranquilizasen, prosiguió con su ataque.

—¿Comprendes ahora por qué no puedes ponerte en contacto con Seth ni con nadie? —preguntó—. Las llamadas pueden controlarse, los teléfonos pueden estar pinchados. Se puede comprar a cualquiera. Por más que te guste pensar que estás en lo cierto, nunca sabremos si podemos confiar en Clearwather al cien por ciento. Y si no podemos confiar en él, cuando lo averiguásemos sería demasiado tarde.

Por más resignado que estuviera, tanto a su situación como a lo que parecía su destino, Edward no estaba dispuesto a aguantar más. Aquella estupidez duraba ya una semana. Una semana en la que lo habían vigilado y controlado y no habían dejado de darle órdenes.

—Seth es tan digno de confianza como yo —replicó—, y por lo que vi anoche, mucho más que tú. Decir en voz alta lo que ambos sabían no era exactamente un error; en ese momento, demostraba una gran falta de tacto. Edward masculló una palabrota entre dientes. Sabía cuándo debía decir lo que pensaba y cuándo era mejor callar. Si en alguna ocasión había que callar, era ésa. Lo supo sin mirarla pero, de todos modos, lo hizo, y lo que vio le demostró que sus palabras le habían hecho tanto daño como un bofetón.

Bella tenía las mejillas pálidas, los labios apretados formando una fina línea, la barbilla alzada y la cabeza erguida. Mientras la miraba, vio que apretaba los puños.

—Mira... —Edward se pasó la mano por el cabello. Rayos el nunca se disculpaba. las disculpas revelaban debilidad, inseguridad. Evidenciaban que tendría que haberse parado a pensar en lugar de hablar, y no haber abierto la boca hasta terminar de pensar. En esa ocasión, había transgredido su propia regla cardinal—. No quería decirlo...

—Claro que querías decirlo. —Bella le miró a los ojos—. Y eso que anoche, durante un par de minutos, pensé que eras humano...

—¿En serio? —Era una réplica absurda. ¿Por qué, cada vez que discutía con Bella, perdía su habitual elocuencia? No lo sabía, no podía explicárselo, no comprendía por qué. Era algo que lo dejaba perplejo, igual que pensar que tal vez Bella estuviese en lo cierto. La noche anterior no se había comportado con más humanidad de lo habitual, pero tenía que admitir que se había pasado la noche preguntándose por qué aquella extraña experiencia le había hecho sentir un poco más vivo.

Una parte de sí mismo quería atribuirlo todo a una especie de trastorno postraumático, como en el caso de las personas que han sido secuestradas por terroristas o que han sobrevivido a una nevada de tres días con un paquete de galletas y una lata de limonada.

Bella y él habían sobrevivido al bingo. La experiencia había creado una especie de vínculo entre ambos. Era lo único que podía explicar que le hubiese gustado tanto caminar por la calle, en la oscuridad, con la mano sobre el brazo de Bella. Era la única razón por la que le sentó tan bien llegar a casa con ella, aunque aquélla no fuera su casa. Era lo único que podía justificar que, incluso después de la experiencia en el salón parroquial, del humo asfixiante y de la extraña reacción de Bella con el juego, le hubiese costado más que nunca desearle buenas noches y verla marchar a su dormitorio, cerrando la puerta a sus espaldas.

—Anoche tuviste tu oportunidad. —Las palabras de Bella interrumpieron sus pensamientos y, durante un par de segundos, Edward se preguntó si ella podía leerle la mente. Entonces advirtió que ella no se refería a lo que él estaba pensando—. Anoche te dije que si te molestaba mi presencia, lo único que tenías que hacer era llamar a Charlie y decírselo...

—No me molestaba. No me molesta. —Se volvió y dio un paso hacia ella que, con una feroz mirada, le hizo cambiar de opinión—. Anoche, cuando dije que no quería que te expedientaran por eso, lo dije en serio. De verdad. No tenía que haber sacado a relucir la cuestión pero... —Con un par de zancadas, llegó a la mesa y agarró la primera página del periódico. Si se atrevía, podía contarle a Kate unas cuantas cosas. Ella tal vez las entendería o tal vez no. Si las entendía, comprendería su necesidad de ponerse en contacto con Seth.
Incluso le ayudaría... tal vez.

Pero si no lo entendía o se negaba a ayudarlo, Edward sabía que Bella estaría más alerta que nunca y que él tendría menos oportunidades de poder hacer aquella llamada.

Además, había prometido guardar secreto. Había jurado que nadie sabría nunca lo que estaba haciendo. Y por encima de todo, estaba la vida de Jacob Black, por la cual empezaba a temer.

—Para mí, esta situación es muy difícil —dijo Edward, tras dejar el periódico de nuevo en la mesa—. Espero que lo comprendas. Nunca me he sentido tan incompetente. —Se restregó la barbilla con los nudillos de una mano. Estaba ligeramente oscurecida debido a la barba de una noche—. No estoy acostumbrado a no ser quien controla la situación. Y te diré una cosa: no me gusta en absoluto. ¿No crees que ese cerebro para el que trabajas podría haber tenido otra idea mejor para sacarme dos meses de Nueva York? Podría haberme enviado al Himalaya, a escalar, o al Mediterráneo, con mi yate.

—De hecho, estás en el Mediterráneo con tu yate. —Descalza sobre la alfombra color ocre Bella cruzó la sala y buscó entre los periódicos viejos. Eligió una sección de la prensa del día anterior y la hojeó hasta dar con lo que andaba buscando. Luego, dobló la página por la mitad y se la tendió a Edward—. ¿Lo ves? —Señaló un artículo en mitad de una de las columnas de chismorreo que Edward siempre eludía. Vio su propio nombre resaltado en negrita.

—«Edward Cullen, el más guapo de todos los guapos, el Romeo más rico y el soltero más codiciado de este mundo o de cualquier otro...» —Edward se aclaró la garganta. Ni podía creer todas aquellas exageraciones. Temía que, si miraba a Bella, descubriese en su rostro una sonrisa y por eso continuó leyendo—. «Edward Cullen, bla bla bla, pasa el verano relajándose después de una extenuante temporada de trabajo en la que ha realizado fusiones, ha adquirido empresas y ha quedado agotado tras un apasionadísimo romance con una cantante de rock...» Nunca he tenido un romance, apasionadísimo ni de ningún otro tipo, con una cantante.

—No creerás que me preocupa, ¿verdad? —Bella cruzó los brazos sobre el pecho, un gesto defensivo que no pasó inadvertido—. No te he enseñado el artículo por eso sigue leyendo.

—«Un apasionadísimo romance con una cantante de rock...» Bueno, no importa. —Con un gruñido, pasó por alto ese fragmento de la noticia—... «Disfruta del verano con un crucero por el Mediterráneo en su lujoso;! yate, el Crepuesculo.» — Esto no es el Mediterráneo.

—No pensarás que haríamos correr la voz de que estabas en el Mediterráneo y te permitiríamos ir allí ¿verdad? —Bella sacudió la cabeza, asombrada de que no hubiese entendido el mensaje—. En el Mediterráneo correrías un gran peligro, ¿no es cierto?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que el barco sí está de crucero, pero tú no.

—¡Lo cual significa que es otra persona la que está de crucero! —Edward se encolerizó—. Y también significa que el FBI ha secuestrado el Crepusculo y que hay otra persona en mi...

—Secuestrado no es la palabra adecuada. —Bella se acercó al armario y sacó un paquete de arroz hinchado. Llenó un tazón y fue a la nevera en busca de leche—. Recuerda que es por tu bien. Teníamos que hacer que pareciese auténtico. Y sí, claro que hay agentes en el barco. Qué suerte la suya. —Echó leche a los cereales y agarró una cuchara—. Seguro que no desayunan arroz hinchado.

—¡Pues será mejor que no toquen los vinos de mi bodega!

Bella metió de golpe la cuchara en el tazón e hizo saltar la leche que salpicó la mesa.

—¿¡Nunca se te ha ocurrido pensar que seguir con vida es ligeramente más importante que los vinos de tu bodega?! ¡¿O que esos agentes corren un gran peligro, poniéndose en tu lugar, para que tú puedas estar aquí, escondido y a salvo?!

—Claro, claro que lo he pensado. —Demasiado enfadado para quedarse quieto, Edward salió de la cocina y se dirigió a la sala—. Lo que ocurre es que no estoy acostumbrado a que secuestren mi yate y también mi vida.

—Ni se te ocurra intentar utilizar de nuevo el teléfono —replicó Bella, como si no hubiese oído sus lamentos—. A partir de ahora, a la hora de dormir me lo pondré debajo de la almohada.

Edward se detuvo de repente. Pese a lo mucho que le preocupaban sus vinos, su yate y Jacob Black, advirtió que Bella acababa de brindarle una oportunidad de oro. Si quería utilizar el teléfono y Bella dormía con él, eso significaba que si se acostaba con ella...

La sola idea era una estupidez, impropia de él y demasiado tentadora para tenerla siquiera en cuenta.

Dispuesto a pensar en otra cosa y frenar así sus fantasías, Edward abrió la puerta, salió al porche delantero y cerró la puerta a sus espaldas.

—¿Problemas en el nidito de amor? —gritó una voz desde el otro lado de la calle.

Edward se detuvo en lo alto de las escaleras y vio a Jasper, que regaba su césped. El vecino lo saludó, cerró el grifo y cruzó la calle en dirección a el.

—¿Te has peleado con tu mujer?

—Pues claro que no —replicó Edward—. ¿Lo parece? —Se sentó en el peldaño superior y apoyó los codos en las rodillas. De repente, se le ocurrió una idea que le horrorizó—. ¿Nos has oído?

—¡No! —Jasper subió las escaleras y se sentó al lado de Edward—. Me he fijado en tu manera de cerrar la puerta y eso sólo puede significar una cosa. Que la dama se ha comportado de manera irrazonable.

—¿Irrazonable? —Edward rió. Era una palabra como acuñada a propósito para describir a Bella—. No tienes ni idea.

—Me temo que sí. —Jasper llevaba una camiseta imperio y un pantalón corto con grandes bolsillos. Metió la mano en uno de ellos y sacó una lata de cerveza—. ¿Quieres una?

—Son las ocho de la mañana —le dijo a Jasper.

—¿Y qué? Estoy de vacaciones —Jasper le ofreció de nuevo la cerveza y cuando Edward declinó sacudiendo la cabeza, JAsper abrió la lata y le dio un trago—. Alice y yo llevamos cinco años casados. Sé muy bien qué significa comportarse de un modo irrazonable. Pero ayer, al ver cómo te miraban todas las mujeres, pensé que nunca tenías problemas con ellas.

—Con la mayoría de ellas, no. —Eso era cierto, y a Edward no le avergonzaba admitirlo—. La mayoría de ellas se deshacen en mis manos. —Era un comentario estúpido y machista pero, en ese momento, a el no le importó. Ser estúpido y machista era justo lo que necesitaba. Ser estúpido y machista era mucho mejor que sentirse impotente y vulnerable.

—Sí, de eso hablaba anoche... De que me enseñaras cómo lo haces.

—¿Cómo hago qué? —Edward se atrevió a preguntar.

—Ya sabes —JAsper le dio un codazo en las costillas—, ponerlas cachondas y esas cosas, como si fueras una especie de Romeo o algo así...

—Bueno, yo... —Edward no quizo ni negarlo ni admitirlo ni hacer comentario alguno. Era lo más racional, lo más discreto. Y si Edward destacaba por algo, era por su racionalidad y discreción.

Sin embargo, a veces, la estupidez y el machismo conseguían eclipsar su lado racional y discreto. Edward no se cuestionaba la lógica de lo racional y sabía que ésa era una de esas ocasiones.

—Una especie de Romeo, ¿eh? —Se sentó más erguido—. Así que eso es lo que crees...

—Pues sí. —Jasper se secó los labios con el dorso de la mano—. Aunque lleves esas gafas de universitario sabihondo, las mujeres... Bueno, no sé, se ponen tontas cuando tú estás cerca. El corazón les late muy deprisa y se mueren por tocarte.

Edward se compuso el cuello de la camisa a cuadros que llevaba y se alisó el remolino del cabello.

—Es cierto. Muchas mujeres me encuentran atractivo.

—Justo lo que yo decía —asintió Jas—. ¿No crees que podrías enseñarme a hacerlo?

—Supongo que podría darte unos cuantos consejos, si te refieres a eso. Qué decir, qué hacer- cuando Edward vio cómo se abría la puerta de la casa de enfrente y cómo Alice salía al porche delantero. La mujer saludó y se agachó a regar las plantas. Al observarla, Edward sintió un desagradable cosquilleo en el estómago. Aunque nunca había pensado en casarse, o no lo había pensado en serio, creía firmemente en la fidelidad matrimonial, pues así lo había visto en los largos y felices matrimonios de sus padres y de sus abuelos. Desde muy pequeño, había aprendido que el orden correcto de las cosas se basaba en una vida doméstica tranquila, y que si él no llegaba a encontrarla, eso no significaba que, para los demás, no existiese.
—¿No estarás pensando en...? —EDward entrecerró los ojos y, suspicaz, se puso de parte de Alice

—No, hombre, no. —El rostro de Jasper enrojeció y la mandíbula se le tensó. Aplastó la lata de cerveza vacía y la tiró al porche—. No creerás que te estoy preguntando todo esto porque desee salir por ahí a ligar con una niñita, ¿verdad?¿Así pensáis los capitalinoss de hoy en día? ¿Así tratas a tu encantadora esposa? Vaya, eres un sucio hijo de...

—No, no, yo no pienso nada de todo eso. —La expresión de Jasper le resultó tan desagradable como la idea de enseñarle a engañar a su esposa—. Sólo quería asegurarme. Eso es todo. No estoy dispuesto a ayudarte si...

—Pues claro que no, colega. Lo siento. —Jasper respiró hondo y colocó la mano en el hombro de Edward—. Me alegro de que me lo hayas preguntado. Eso quiere decir que eres un buen marido. Yo también quiero serlo, pero te juro... —Miró a Alice, que iba de maceta en maceta, y sacudió la cabeza—. A veces no sé lo que quiere…

—¿Y quieres que yo te ayude? —De no haber sido porque JAsper parecía auténticamente sincero, la situación habría resultado cómica.-¿Y qué quieres que haga?

—No quiero que hagas nada —respondió su vecino—. Nada distinto de lo que haces en tu día a día, quiero decir. He pensado que si pudiera veros a ti y a Rose, podrías mostrarme cómo quieren las mujeres que las traten y entonces yo... yo podría copiar lo que tú haces.

Debido a un impulso automático, Edward se agarró con fuerza a la barandilla del porche. Justo cuando parecía que las cosas ya no podían ir peor, su vida daba un nuevo traspiés. De lo sublime a lo terrible y de lo terrible a lo verdaderamente ridículo.

En su silencio Jasper debio haber imaginado algo por que se puso de pie

—Sabía que me ayudarías —dijo, y antes de que Edward pudiese recobrar la voz y decirle que no había accedido a ayudarlo ni había tenido tiempo de comentarle que aquello era lo más ridículo que había oído en su vida, Jasper prosiguió—: He pensado cómo podemos hacerlo. Tengo un plan. Ustedes dos nos invitaran a cenar el sábado.

—Sí. —No era una pregunta sino una afirmación.

—Bien. —Jasper se encaminó a su casa—. Tu Rose sabe cocinar, ¿no es verdad?
La última semana habían sobrevivido a base de bocadillos, entrantes congelados y arroz hinchado. ¿Sabía Bella cocinar? El no tenía ni idea.

—Una cena. —Dio una inflexión especial a la palabra, a mitad de camino entre «menudo desastre» y «qué buena idea»—. El próximo sábado, pues. Seguro.

Más contento que un niño con zapatos nuevos, JAsper le guiñó el ojo a Edward.

—Una cena. Así podré observaros a los dos de cerca y en privado. Como esas parejas de famosos en televisión.

—Parejas de famosos. —Edward observó cómo Jasper se alejaba. Lo sublime, lo terrible y lo realmente ridículo; habían dado otro giro extravagante. No se atrevía a pensar dónde lo llevaría ese nuevo giro.


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Ok, me demore y mas encima es largo pero es un capi escencial para comprender lo que viene en el siguiente....
Si, subira un pokito la temperatura. ^^
Gracias a todas
besos y mordiscos.
Las quierooooo

viernes, 4 de diciembre de 2009

Prologo






-NOOO!, cuantas veces tengo que decirtelo Seth, no habra mas trabajadores!!

El grito de su amo hizo que Angela saltara del susto, pocas veces lo habia visto tan molesto y esta vez era una de ellas.

-Pero Señor..

-Pero nada Seth, les guste o no, si se tienen que ir , haganlo , pero no vendra nadie a remplazarlos. No tengo ni energias ni las ganas de decirle a otros lo que soy-

-Señor...- dijo la mujer un poco asustada- nosotros solo estamos velando por ti, para que no estes solo

-Ang, mi vieja Ang- resoplo su amo- no tienes que preocuparte por mi, en cuanto ustedes esten en sus tumbas yo hare lo sumo posible por ir con ustedes

-Oh! por Dios Señor- reprendio Ben- Sabes muy bien que no queremos que lo hagas, escuchame bien señor, te guste o no pronto tus viejos servidores vamos a morir, y te hallaras solo. Necesitas gente nueva, gente con la que puedas confiar como lo hiciste en nosotros..

-Basta- gruño Seth, el hombre de confianza de su amo- si el señor no quiere gente nueva en esta casa no la tendra, y para cuando nosotros ya no estemos tendra que saberselas valer solo- El empleado del amo les señalo que salieran caminando a la puerta.

-Hey!- dijo el amo sin mirarlos haciendo que los tres voltearan- gracias por comprender.

-No hay de que señor...- respondio Angela sin comprender como es que Seth, el que habia ideado la idea de llevar gente nueva ahora era el que apoyaba al amo

Los tres salieron de la biblioteca y caminaron hasta la cocina donde angela trabajaba todos los dias.

-Seth no entiend...-

-Si el no lo quiere, no lo hara, pero nosotros lo haremos le guste o no- interrumpio Seth al pobre ya envejecido Ben- no voy a morir sabiendo que mi señor quedara solo en la vida.

-Pero el ya lo dijo..- replico Angela

-Lo se.

-Entonces como lo haras?

- no lo se- suspiro de pronto el viejo

El sonido del telefono los desperto de la tristeza que les provocaba esa conversacion. Seth se dirigio al telefono con la idea del abandono de su amo en la cabeza. no podia, no podia abandonarlo.

-Residencia Cullen-

-Tio, tio Seth???..- el llanto de una joven le hizo encontrar la solucion.-Estan muertos tio... te necesito... ven por favor


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Bueno supongo que ya sabran quien es la sobrina de nuestro querido Seth.

Pronto la nueva historia.. la quierooo

jueves, 3 de diciembre de 2009

IV Bingo





Antes de chocar contra Edward, Bella supo que su reacción había sido excesiva. Antes incluso de derribarlo al suelo, sospechó que estaba exagerando. Antes incluso de caer sobre él, con las narices rozándose y los labios peligrosamente cerca, supo qué era lo que había oído. Y lo que había oído no era un disparo. No sonó del modo adecuado. El sonido que había resquebrajado el silencio entre ellos no fue más que el petardeo del tubo de escape de un coche.

Antes de haber asimilado todos esos pensamientos, Bella supo que era demasiado tarde para fingir que no había ocurrido nada. Tenía las piernas entrelazadas con las de Edward y el pecho presionado contra el suyo. Los brazos de ella reposaban en sus hombros y las gafas se le clavaban en las mejillas. La respuesta instintiva de luchar o huir no tardó en presentarse y los dos jadearon con fuerza. Estaban tumbados sobre el asfalto.

Bella se hallaba encima de él a modo de protección, se dijo, pero la protección no tenía nada que ver con que su corazón latiese con fuerza contra el de él o con que él la envolviera con sus brazos. Antes de apreciar el brillo en los ojos de Edward, supo que estaban pensando lo mismo y que él lo sabía. Y supo que había cometido un error colosal. Pero ya era demasiado tarde. Al mismo tiempo que Edward se movía para clavar su cadera en la de ella, Bella vio que esbozaba una sonrisa.

—Eso que llevas en los pantalones, ¿es una pistola o es que te alegras de verme? —dijo él entre dientes.

Bella se apartó de él lo bastante como para ofrecerle una sonrisa aun más burlona.

—Es una pistola. La llevo metida en la cintura de los vaqueros.

—¿Y eso significa que no te alegras de verme?

—Significa que me alegro de que nadie haya intentado pegarte un tiro porque no he tenido que sacar el arma.

—Muy bien. —Edward movió sus caderas contra las de ella—. Esto me gusta...
Bella puso los ojos en blanco.

Era la respuesta típica de una adolescente al comentario aún más de adolescente de el, pero era mejor que ceder a las deliciosas sensaciones que le estallaban dentro como si de los fuegos artificiales del 4 de julio se tratase. Poner los ojos en blanco era mejor que cerrarlos, mejor que permitir que escapase entre sus labios un decadente suspiro. Poner los ojos en blanco era mucho mejor que inclinar la cabeza hacia atrás y dejarse llevar por los desvergonzados pensamientos que Edward le provocaba. Y para no echar la cabeza hacia atrás y dejarse llevar, volvió a poner los ojos en blanco.

—¿Alguien te ha dicho alguna vez lo irritante que eres? —preguntó ella.

—No. —Edward entrelazó los dedos bajo la rabadilla de Bella—. Por lo que alcanzo a recordar, en los viejos tiempos, cuando todavía vivía mi vida, las mujeres no pensaban eso de mí. En realidad, había unas cuantas que me consideraban muy especial.

—La señora que fumaba en el baño de la lavandería dijo que eras muy guapo —replicó Bella—. ¿Quieres que vaya a buscarla? A lo mejor no tiene nada que hacer esta noche...

—Había incluso unas pocas que pensaban que yo era una buena persona. Dos o tres decían estar dispuestas a saltarme encima —prosiguió el, como si Bella no hubiese dicho nada—. Eso nunca me ha preocupado. Supongo que lo decían en broma. —Movió las caderas de nuevo, justo para que Bella supiera que no estaba tan tranquilo y relajado como aparentaba. Estaba tan interesado como ella e igual de excitado. Cuando supo que ella estaba al corriente, una sonrisa maliciosa surcó sus labios—. En realidad, tú eres la única que me ha dicho que soy irritante.

Lo que enervó a Bella no fueron sus palabras ni que apenas se conociesen. Como cualquier mujer con algo de cerebro, lo que hizo fue evitar todo lo posible incluso la más mínima sugerencia de intimidad.
Lo que realmente le preocupaba era la sonrisa de Edward.

Pese a decirse que no era sino pura forma, Bella tragó saliva. Sabía el efecto que provocaba esa sonrisa en mujeres de todo el mundo. Era esa sonrisa lo que les llevaba a comprar todas las revistas en las que Edward Cullen aparecía en portada.

Era esa sonrisa la que les provocaba estremecimientos incluso en las imágenes más borrosas de las revistas de tercera fila.

De cerca y en persona, la sonrisa tenía aun más fuerza que en las fotografías y aturdió un poco a Bella, dejándola sin aliento. Era como si la tierra se hubiese movido sobre su eje y una visita convencional a una lavandería encerrase de repente toda la potencia de un pimiento picante.

Una locura, eso y no otra cosa era observar de cerca los ojos de Edward. Una locura desenfrenada, una caída libre a lo desconocido.

Temiendo caer demasiado deprisa, demasiado lejos o con demasiada fuerza, ella reprimió sus fantasías. No le gustaba ser un número más y sabía que si se perdía en la sonrisa de el, sería sólo eso, un número, uno más en la larga lista de mujeres que habían perdido la cabeza y el corazón por culpa de Edward. El poco orgullo que le quedaba no le permitía pensar qué supondría algo así, o qué ocurriría a lo largo del verano, por no hablar de las repercusiones en su carrera profesional y en su futuro.

—Yo no te he saltado encima —dijo Bella con satisfacción. En su voz había más seguridad de la que realmente disponía—. Me limito a hacer mi trabajo.

—Sí, claro. —Edward asintió con solemnidad al tiempo que movió las caderas de un modo que a Bella se le encendió la sangre—. ¿Y con eso quieres decirme que no te resulta divertido? ¿Ni siquiera un poquito?

—¿Y a ti? —Justo después de pronunciar esas palabras, Bella se arrepintió de haberlo hecho. Antes de que él respondiese lo que ella no quería oír, decidió cambiar de tema—. Tontear en un aparcamiento con un tipo vestido con camiseta de malla nunca ha sido una de mis fantasías románticas, si es eso a lo que te refieres. ¿No crees que deberíamos ponernos en pie? No me gusta dar de qué hablar.

—Pues seguro que ya lo has hecho.

Antes de que Bella tuviese tiempo de preguntar por qué lo decía, una sombra oscureció el rostro de Edward y una voz familiar los saludó.

—Oh, qué encantadores son... ¿Se puede saber qué están haciendo?

—Hola, Alice. —EDward se compuso las gafas y sonrió a la vecina—. No estamos haciendo nada. Son cosas de Rose. —Dio unos golpecitos a Bella en la espalda y se atrevió a añadir—: Es una mujer muy apasionada. No puede quitarme las manos de encima.

—¡Claro que puedo! —Para demostrarlo, se separó de el y se sentó en el suelo—. Sólo jugábamos un poco —le dijo a Alice—. Emmett es tan travieso... Ya sabes cómo son los hombres.

—Sí, sé cómo me gustaría que fuese Jasper. —Alice miró a Bella y a Edward con una sonrisa de añoranza—. Mi Jas es una bellísima persona, no creán que no, pero... —Alice se ruborizó hasta el cuello de su camisa verde y escarlata—. Montárselo en un aparcamiento... Eso sí que es romántico.

—¿Montárselo? —Aquella palabra hizo que Bella se levantara como movida por un resorte. Soltó una carcajada que expresaba tanto jactancia como vergüenza—. No quiero que te lleves una impresión equivocada, Alice. ¿Montárnoslo? ¿En un aparcamiento? No somos tan románticos. En realidad, lo que Emmett y yo estábamos haciendo...

Las palabras se le atravesaron en la garganta. Al saltar sobre Edward, había volcado el cesto de la ropa y hasta entonces no había visto que estaba toda desparramada por el suelo.

Alice se agachó y agarró la tela blanca que el viento ondulaba a sus pies y se echó a reír.

—No eres romántica, ¿eh? —dijo la vecina, encantada de haber pillado a Rose en un renuncio—. Apuesto a que tienes unas ganas locas de llegar a casa, ¿verdad, Emm?

—Pues claro. —Edward se puso en pie y le pasó un brazo por la cintura, atrayéndola hacia sí—. Ya te lo he dicho, Alice, es una mujer muy apasionada.

Bella no se sentía, precisamente, una mujer apasionada. En un momento en que tendría que hnaberse sabido armada y peligrosa, se había ruborizado y se sentía aturdida. A ello contribuía el hecho de que la cadera de èl estuviese pegada a la suya y que su pulgar le recorriera las costillas, arriba y abajo.

Hizo todo lo posible por contener un estremecimiento, pero desde el principio había quedado claro que no lo conseguiría. Edward dejó escapar una risotada y Bella supo que tenía que hacer cualquier cosa por salvar aquella situación y lo que le quedaba de cordura.

—¡Qué bromista es! —Bella se escabulló del brazo de Edward lo más juguetonamente que pudo y le propinó un empujón menos fuerte de lo que habría querido—. Siempre complicando las cosas. Vamos, Emm. —Cogió el resto de ropa del asfalto y la metió en el cesto—. Será mejor que vayamos a casa a tender esa ropa. No quiero que se seque arrugada.

—¡Oh, no se vayan todavía! —Alice sujetó a Bella por el brazo—. Iba a pasar por su casa esta noche pero ahora ya no tendré que hacerlo. Como son nuevos en la ciudad, he pensado que tal vez les gustaría salir con Jasper y conmigo el viernes por la noche.

Aquella invitación resultó tan inesperada que Bella no supo qué decir. Esperó que a Edward se le ocurriese alguna excusa, algo que les impidiese acudir, pero al ver que se había quedado tan pasmado como ella, sonrió a Alice.

—¿Salir? Oh, es una invitación muy amable, pero nosotros...

—Oh, no, nada de excusas. —Alice le dio a Bella unas palmaditas en el brazo—. Ya sé qué van a decir: que son recién casados y que quieren estar solos. Bueno, no me extraña. —Miró el pedazo de camisón que asomaba por el cesto de la ropa—. Pero no pueden estar siempre en casa. Vamos, será divertido.

—¿Divertido? —Edward recobró la voz y Bella lo lamentó. Aunque llevaba las gafas, Bella descubrió en sus ojos la misma mirada que en Nueva York, mientras intentaban convencerlo de que abandonase su vida de lujos y privilegios a cambio de cuatro meses de vivir la realidad propia de un ciudadano ordinario. Tenía una mirada que indicaba que no sólo se creía superior al resto de los humanos sino que, además, con toda probabilidad, era cierto.

Temerosa de que Alice notase el cambio, Bella intervino enseguida.

—Lo que quiere decir Emett es que será divertido, seguro, pero...

—Pero quieren pasar todo el tiempo posible en la cama. ¿Es eso lo que estas diciendo?

Al oír aquello, Edward sonnrió y atravesó a Bella con la mirada, desafiándola a mentir.

Bella emitió algo similar a un gruñido. En la Academia no la habían preparado para situaciones como aquélla. Si le decía a Alice que lo que quería era pasarse la vida en la cama con Edward, los chismorreos en el barrio se dispararían. Si le decía que no se trataba de eso, equivaldría a aceptar la invitación de Alice.

Bella sopesó sus opciones y al saberlas tan limitadas, se decidió por la menos mala de ambas. Devolvió la sonrisa a Edward y dijo:

—Nos encantará salir con tu marido y contigo, Alice. Sí, saldremos con ustedes.

******************************

—No. —Frente a la puerta de la unica parroquia de Forks, Edward plantó los pies y cruzó los brazos sobre el pecho—. No entro.

Bella no estaba de humor para discutir. Llevaban discutiendo todo el día, toda la semana, desde que Alice los invitó a salir el viernes por la noche. Con su gran bolso colgado del hombro, Bella se hizo a un lado para dejar pasar a tres mujeres de mediana edad.

—La idea me gusta tan poco como a ti —dijo Bella, intentando no alzar la voz—, pero si no queremos llamar la atención, deberemos hacerlo.

—¿Y crees que no la llamamos? —Edward miró sus vaqueros y su polo verde descolorido. Los vaqueros tenían el trasero gastado y el polo le quedaba estrecho—. Me siento como un pez fuera del agua —dijo. No era eso en absoluto lo que Bella pensaba pero le habría costado admitir lo que tema en mente—. Pero tú... —Miró con tanta intensidad los pantalones cortos de color amarillo de Bella y su camiseta, también de color amarillo con flores naranja, que ella se puso nerviosa—. Tú no estás nada mal —afirmó. Parecía realmente sorprendido. Frunció la nariz y sus gafas se movieron. ¿Cómo es posible? En Nueva York parecías una superagente y aquí en Forks...

Bella no quería saber qué parecía, por lo que no le dio opción a terminar la frase.
—Aquí, en Forks, tiene que parecer que no estoy fuera de lugar —le dijo. Echó un vistazo a los escaparates de las tiendas y a los bares de la calle, a los camiones que pasaban y a la gente que deambulaba por las aceras, vecinos de la zona, niños con monopatines e indigentes—. Yo no me crié en un lugar como éste. Nací en el campo, en Nebraska. —Pese a que llevaban casi una semana juntos, era la primera información personal que le revelaba. No era de extrañar, ya que él no le había hecho preguntas—. La única razón por la que parece que estoy en mi lugar es porque intento encajar. Tú también encajarás. Encajarás cuando dejes de actuar como un pequeño lord. Relájate, Romeo. Sólo por esta noche. Además, si los vecinos nos conocen, será menos probable que hablen de nosotros. Si siempre nos escondemos tras la puerta de casa, se extrañarán. Y la gente que se extraña es propensa a hablar, y eso es lo último que necesitamos.

—No. —Edward sacudió la cabeza con un gesto sencillo y absoluto—. Lo último que necesitamos es entrar ahí dentro. Lo último que necesitamos es... —Se tragó el enfado, o al menos lo intentó, pero nada podía amortiguar el tono despectivo de su voz—. Lo último que necesito en esta vida o en cualquier otra es jugar al bingo.

Bella no pudo contenerse y se echó a reír. Ahora que ya era viernes y se había resignado a los planes de Alice, advirtió lo mucho que le apetecía salir. Había estado encerrada en casa mucho más tiempo del que creía poder soportar, pese a haber estado acompañada del hombre más excitante del mundo.No... Sobre todo porque había estado acompañada por el hombre más excitante del mundo.

Bella alejó ese pensamiento de su mente y todo lo que conllevaba. En los últimos días, a excepción de sus discusiones a causa del bingo, cada uno se había buscado algo que hacer.
Ella se pasaba las horas poniendo al día sus informes, obsesionada con Edward.
Él veía la televisión y caminaba de un lado a otro del salón.
Ella se pasaba las noches dando vueltas en su pequeña cama. Y, por descontado, pensando en Edward.
Por lo que había podido oír, cuando terminaba de ver la televisión y pasear por el salón, se dormía como un; tronco.
Era una vida terriblemente monótona, un verdadero castigo. Cualquier distracción era un alivio, aunque se tratase de un «bingo».

—¡Hola! —Bella vio que Alice se asomaba desde dentro de la parroquia y dejó a un lado sus pensamientos.- Les hemos guardado un sitio, pero será mejor que nos apresuremos. El pájaro matutino empezará enseguida.

—El pájaro matutino —le repitió Edward, sin el entusiasmo de Alice. Bella vio que se le tensaba la mandíbula.

—El pájaro matutino —le dijo, tomándolo del brazo.

—¿Y eso qué es?

—No tengo ni idea, pero enseguida lo averiguaremos.

En la sala reinaba un olor peculiar que Bella asociaba ya con el barrio, una mezcla de los productos químicos que utilizaban en las acerías, humos de los coches de la autopista que dividía la zona y el paso del tiempo. Aunque la noche era todavía joven, en el aire flotaba ya una azulada nube debido al humo del tabaco. Con la poca sutileza que lo caracterizaba, Edward tosió.

—¿Nadie les ha dicho nunca que aquí hay humo de segunda mano? —comentó.

A Bella algo le dijo que sí, que sabían que existía pero que no les importaba. Los ojos le escocían y le flaqueaban las fuerzas. Tras su valiente discurso acerca de la conveniencia de salir, dejarse ver en público y divertirse un poco, no podía soportar la idea de que supiera que todo aquello le parecía un poco intimidante.

Había penetrado en un mundo en el que las técnicas aprendidas en la Academia no servían de nada. Allí, en un barrio en el que abundaba la cerveza y los licores, se acudía al bingo los viernes por la noche y las mujeres aparecían en público con rulos de plástico rosa en el cabello, lo único que importaba era que Edward Cullen siguiese con vida. En Nueva York, le había asegurado a Charlie que haría todo lo que estuviese en sus manos para conseguirlo. A fin de que Edward estuviese a salvo, tenían que relacionarse con los vecinos del barrio, y lo harían, aunque fuese lo último que Bella hiciese en la vida.

—Ahí es donde se compran los cartones. —Alice les mostró una mesa donde dos ancianas vendían los típicos cartones de bingo, con sus cuadrados y sus números —y ¿Cuántos lotes quieren?

De pared a pared, el recinto estaba lleno de desvencijadas mesas de madera, sillas plegables y casi un centenar de personas que parecían prepararse para la larga competición. Muchas de ellas habían venido provistas de bolsas de patatas fritas, galletas, latas de refrescos y bolsas llenas de todo lo necesario para que la noche en la ciudad fuera completa. Aquí y allá, Bella vio algunas mesas con fotos enmarcadas, animales de peluche o enanos de arcilla junto a los cartones de bingo. Bella tiró de la manga de Alice y señaló los objetos.

—Son amuletos de la suerte —explicó Alice—. Cada uno tiene el suyo. Casi siempre son fotos de los hijos o los nietos pero a veces son objetos aún más especiales. Mira a Edna, allí. —Señaló a una mujer muy delgada, de cabello abundante y un carmín de labios rojo brillante—. Se trae los zapatos de Wilbur.

—Unos zapatos... —Bella siguió la mirada de Alice y confirmó el dato—. ¿Quién es Wilbur?

—Su marido —cloqueó Alice—. Está muerto, por supuesto. Yo no creo que los zapatos de Wilbur traigan buena suerte, pero Edna dice que sí. Ustedes también han traído algo, ¿verdad?

—¿Hemos traído algún amuleto de la suerte? —preguntó Bella a Edward.

—Tú eres mi amuleto de la suerte, Rose. —Aunque la mirada de Edward parecía perdida, como si no quisiese ver lo que había a su alrededor, Bella supo que ya había registrado lo suficiente—. Tú eres toda la buena suerte que jamás necesitaré en esta vida —le dijo con los dientes apretados.

—Qué dulce es —dijo Alice, al tiempo que ocupaba su asiento y con un gesto, indicaba a Edward y Bella que se sentasen frente a ella—. ¿No te parece realmente dulce? —preguntó Alice al hombre que les esperaba allí—. Emmett dice que Rose es su amuleto de la suerte.

Aunque Bella nunca había visto a la media naranja de Alice, antes de que ellos se mudaran al barrio, el FBI había tomado decenas de fotos a modo de vigilancia previa de la zona. Al instante, comprobó que Jasper era el tipo de la misma edad de ellos que aparecía en tantas de ellas: metro setenta y dos, unos setenta kilos, ojos castaños, y pelo rubio. Bella sabía que trabajaba en la cadena de montaje de la Ford, que le gustaba pescar, escuchar la retransmisión de los partidos de béisbol de los Indians por la radio y hacer chapuzas en su coche.

—Muy dulce. —Jasper no parecía convencido de lo que decía. Era como si estuviese destinado a una misión de la cual no podían distraerle con chistes graciosos. Cuando todos se sentaron, un individuo se instaló ante la mesa del escenario y dijo algo por el micrófono.

—¡Allá vamos! —Alice dio una palmada a Jasper en el brazo y dejó dos botellas de plástico sobre la mesa. Las botellas tenían tapones esponjosos, por lo que Bella comprendió que eran para frotar los cartones de bingo en ellas—. Y ustedes dos, ¿estan preparados?

—No. —Edward extrajo el tapón de su grueso rotulador azul como si lo estuviese decapitando.

—Sí. —Bella le sacó el tapón a uno de color rojo.

—Éste va a ser un bingo doble —dijo Alice en voz baja, en deferencia al silencio reverente que reinaba en la sala—.

—¿De qué habla? —gruñó Edward.

Bella chasqueó la lengua y bajó la voz para que Alice y Jasper no la oyeran.

—Si prestas atención, verás que no es tan difícil. Además, yo creía que tú eras una especie de genio.

La sonrisa fue tan fría como el cielo invernal.

—Pues claro que sí. Soy un genio. —Puso el tapón a su botella, lo quitó y volvió a ponerlo, con la mano tan apretada que sus nudillos estaban pálidos. En la botella había algo escrito que le llamó la atención. Masculló una maldición y se la enseñó a Bella.
Ésta leyó el nombre del fabricante y estalló en risas:

—Botellitas de la suerte. Industrias Cullen.

—Te prometo que cuando volvamos a la civilización —le dijo EDward encorvando los hombros y hundiéndose en la silla—, venderé esa empresa.

La siguiente hora transcurrió entre el aturdimiento y la confusión. Tras dos o tres cartones, Bella le pilló el tranquillo al juego; si Edward no lo había hecho, si no se divertía, era culpa suya. Cada vez que Alice explicaba las nuevas combinaciones premiadas, Edward la miraba sin pestañear. Cuando Alice logró un bingo, Edward no se dignó a sonreír. En cambio, Bella gritó y aplaudió encantada y, aunque se dijo que sólo lo hacía para seguirle la corriente y no sentirse fuera de lugar, tuvo que reconocer que se alegraba de veras por Alice. También reconoció que sería mucho más feliz si lograba ganar una partida.

—He estado a punto de ganar. Y a ti, ¿cómo te ha ido? Sólo me faltaban el catorce, el setenta y cinco y el veintiuno. ¿Y a ti? —Miró los cartones de Edward. En lugar de tachar los números que ya habían salido, había dibujado una cara con el ceño fruncido. Bella suspiró—. Sé cómo te sientes. Ni tú ni yo ganamos porque no tenemos un amuleto de la suerte.

—No ganamos porque nos importa un pito —murmuró él.

—A ti tal vez te importe un pito, pero a mí sí me importa. —Antes de dar comienzo a la siguiente ronda, hubo un momentáneo descenso en la actividad y Bella cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó en la silla. Miró a su alrededor y vio que una anciana encendía una vela votiva de color rojo. También vio a una mujer joven y atractiva, con el cabello rubio platino, que había colocado las fotos de sus hijos junto a los cartones del juego—. Si tuviésemos un amuleto, ganaríamos. —A Bella no le importó parecer petulante. Hablaba en serio. Ya había gastado la mitad de sus cartones, había comprado también unos cuantos boletos de premio instantáneo y aun así no había ganado nada—. Seguro que hay algo que puede darnos buena suerte.

Edward se puso en pie, se dio unas palmadas en los bolsillos. Si notó que la rubia platino observaba cada uno de sus movimientos, fingió no ser consciente y no comentó nada al respecto.

—No tengo ningún amuleto —dijo, encogiéndose de hombros—. Debo de haberme dejado las cabezas reducidas de los jíbaros en los bolsillos del otro traje.

—Muy divertido. —Bella tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Quiero un amuleto que me dé suerte.

—Pues yo quiero recuperar mi vida anterior. Estamos empatados.
Bella no respondió. No sabía qué decir y, además, empezaba la nueva ronda, el último cartón antes del intermedio. Ya tendría tiempo después de preocuparse por Edward y su actitud. Lo que importaba en ese momento era el juego.

—Treinta y tres —dijo el tipo del micrófono después de aclararse la garganta.

—Yo tengo el treinta y dos —gruñó Bella—, y el treinta y cuatro. Y también el treinta y cinco. ¿Por qué no canta esos números?

—Siete.

—Maldita sea. — tachó el número. Sólo lo tenía en tres de sus dieciocho cartones y sabía que eso no bastaba—. Con estos números nunca ganaré —masculló.

—Sesenta y seis.

—¡Es increíble! De todos los números entre el sesenta y el setenta, canta precisamente el sesenta y seis. ¿Quién tiene el sesenta y seis? ¿Lo tienes tú? —Echó un vistazo a los cartones de Edward-. Sí lo tienes, mira. Aquí, aquí y allí —dijo señalando el número. Bella dejó de buscar el número al ver que Edward se volvía en el asiento y agarraba algo de debajo de la mesa. Le mostró un envoltorio vacío de chicle y lo dejó sobre la mesa ante ella.

—Toma, aquí tienes un amuleto. Y ahora, haz el favor de callarte.

El papel del envoltorio era rosa metalizado y reflejó la luz de la sala iluminando los cartones de juego. Bella parpadeó, asombrada por el gesto de Edward. Cuando el tipo del micrófono cantó el cincuenta y siete, olvidó su momentánea sorpresa y volvió a concentrarse en el juego.

Tachó número tras número sin perder de vista el envoltorio rosa hasta que cantaron el número trece.

—¡Bingo!—gritó Bella, convencida de que el envoltorio le había traído suerte.
Con las manos temblorosas a causa de la emoción, recogió lo que había ganado de manos de una anciana que vestía una bata de estar por casa y zapatos ortopédicos. La mujer comprobó el cartón de Bella y le entregó el dinero. Edward la miró y la mujer se alejó dedicándole una sonrisa.

—¡Mira! —dijo Bella, agarrandolo por el brazo—. ¡He ganado cien dólares! ¡He ganado cien dólares! —Edward se esforzó en demostrar algo de entusiasmo y casi sonrió—. Supongo que, para ti, cien dólares son calderilla —le dijo —, pero para mí no lo son. —Contó los billetes y se los metió en el bolsillo—. Es mucho dinero. Si tenemos en cuenta que nos hemos gastado treinta, he incrementado nuestro dinero en un porcentaje mayor al de los fondos de inversión de las mutualidades.

—Los fondos de inversión no implican el uso de un pulmón de acero. —Edward tosió y se golpeó el pecho—. Ni de un quiromasajista. —Dio un respingo y se desperezó.

El descanso llegó como agua de mayo. A Bella también le dolía la espalda y tenía el trasero plano después de haber pasado tanto rato sentada en aquella dura silla, aunque apenas lo había notado hasta entonces. Contenta con sus ganancias y por lo bien que transcurría la velada, se puso en pie y dijo:

—Alice y yo vamos al bar. Soy la gran ganadora —dio unas palmaditas a su bolsillo— y me toca invitar. ¿Qué quieres que te traiga?

Edward miró la cocina de baldosas amarillas del otro extremo de la sala y a la mujer encargada del bar, de cabello azulado y ataviada con un traje de nilón blanco.

—Tomaré salmón de Mangalore marinado en leche de coco —dijo—. Y curry. Y, como guarnición, espárragos silvestres a la plancha con vinagre balsámico y, veamos... —Echó la cabeza hacia atrás y añadió—: Un buen vino blanco. Lo dejo en tus manos, aunque estaría bien un vino chileno.

Bella hizo una mueca. Era la única respuesta que el merecía.

Cuando se alejó, por primera vez Edward no se fijó en sus largas y esbeltas piernas o en el movimiento de sus caderas lo suficiente como para recordarle que, por muy agente del FBI que fuese, era toda una mujer.

No se detuvo a pensar en su cola de caballo, que saltaba alrededor de su nuca, o en la fantasía que toda la semana había amenazado con minar su autocontrol: recorrer con la lengua el mismo camino que trazaba la cola de caballo cada vez que Kate daba un paso. No se imaginó mordisqueando el lóbulo de su oreja o rozando su cuello con los labios. Ni siquiera pensó en darle un beso en el escote de su camisa para comprobar si se estremecía.

Por una vez, no pensó en ninguna de esas cosas. Al menos, no con mucha intensidad.

Estaba demasiado ocupado preguntándose cómo era posible haber caído en uno de los círculos del infierno acerca de los que el poeta Dante había escrito.

Era el infierno. Tenía que serlo. El infierno del bingo.

—¿Cómo lo haces?

Edward estaba tan absorto pensando en qué habría hecho él para merecer semejante castigo que no advirtió que Jasper se sentaba a su lado.

—¿Qué? —preguntó, sacudiendo la cabeza para volver a la realidad.

—Que cómo lo haces —repitió Jasper—. Lo he notado cuando Betty ha traído el dinero de tu Rose y, ahora, otra vez. Esa chica de ahí, la guapa del cabello platino. —Inclinó la cabeza hacia la rubia, que miraba a Edward al tiempo que estrujaba un paquete de cigarrillos vacío—. He visto cómo te ha estado mirando desde que has entrado.

—¿Qué es lo que has notado? Dímelo.

—Las reacciones que provocas en las mujeres, como cuando has dicho que Rose era tu amuleto de la suerte. A Alice le ha parecido lo más dulce que había oído en mucho tiempo. ¿Cómo se te ocurren esas cosas?

La idea de mantener una conversación sobre técnicas de seducción con un tipo como Jasper sumido en una de las peores situaciones de su vida, casi hizo reír a Edward.

—No lo sé —dijo, y hablaba en serio—. Yo no hago nada, al menos de manera consciente.

—Probablemente se deba a tu físico. —JAsper sacudió la cabeza, demostrando con ello admiración—. Incluso con esas gafas de estudiante universitario. Pero lo demás... —

Jasper miró hacia el suelo, luego al techo y de nuevo al suelo antes de aclararse la garganta—. ¿No podrías enseñarme a hacerlo? —preguntó.

Por fortuna, Edward no tuvo tiempo de responder. A decir verdad, no sabía qué decir y antes de verse obligado a improvisar una respuesta, Alice y Bella estuvieron de vuelta y Jasper se escabulló a su asiento y se perdió entre la nube de humo, al otro lado de la mesa. Delante de Edward, Bella dejó algo parecido a un perrito caliente de tamaño gigante. La salchicha iba dentro de un panecillo y estaba cubierta de concentrado de tomate y chucrut.

—El salmón de Mangalore se les había terminado. Me dijo que lo pida de nuevo la próxima semana. Tendrás que conformarte con la especialidad de la casa, salchicha polaca.

—Pues no voy a hacerlo. —Edward apartó el plato que Bella le había ofrecido—. Prefiero pasar hambre.

—Como quieras. —Bella se encogió de hombros, indiferente, y se acomodó en su asiento. Abrió una lata de cola baja en calorías y alargó la mano para hacerse con el bocadillo de Edward.- Ya me lo comeré yo.

Bella engulló el bocadillo mordisco a mordisco, ayudándose con tragos de refresco. Cuando terminó, una mancha de chucrut se extendía en el centro de una de las margaritas amarillas de su camisa y tenía una gota de salsa de tomate en la barbilla.

—Ven —le dijo Edward, y de forma automática, ayudado por una servilleta de papel que ella había traído del bar, le limpió el mentón.

Como contacto personal no fue nada del otro mundo. Servilleta de papel. Salsa de tomate. Barbilla. Sin embargo, sintió una especie de corriente eléctrica haciéndole cosquillas en la punta de los dedos, como si aquel ligero roce con la piel de Bella bastase para prender chispas.

Podría haber sido uno de esos momentos insignificantes pero memorables que a veces se dan entre las parejas, un pequeño paso que los empuja a saltar por encima de toda lógica y verse arrastrados a una noche de pasión.

Podría haberlo sido si Bella se hubiese molestado en advertirlo, pero no fue así.
En vez de eso llamó a la mujer que vendía los boletos de premio instantáneo.

—¿Cuántos quieres? —preguntó la mujer.

Edward arrugó la servilleta de papel y la lanzó a una bolsa de color marrón en la que habían estado echando los cartones gastados.

—¿Cuántos quieres? —Bella le preguntó a Edward.

—No quiero ninguno —respondió—. Y tú tampoco.

Sin embargo, Bella compró un puñado de boletos y los rascó en tiempo récord.

—¡Qué manera de tirar el dinero! —exclamó Edward viendo cómo Bella tiraba un boleto tras otro a la bolsa—. Sería mejor que salieses a la calle y...

—¡He ganado! —Bella se levantó de la silla y se puso a saltar—. ¿Lo ves? He ganado. —Le puso el boleto ante la nariz—. ¡He ganado veinticinco dólares! ¡He ganado veinticinco dólares!

Había ganado. En algún rincón de la mente de Edward, una voz le dijo que debería alegrarse por ella y lo habría hecho, pero estaba preocupado. No le gustaba apreciar en los ojos de Bella aquel matiz vidrioso ni comprobar que sus mejillas estaban encendidas. No le gustaba que cada vez que ganaba, se gastara de inmediato el dinero en más boletos de premio instantáneo. Había visto esa misma actitud en todas partes, desde Las Vegas a Montecarlo. La serpiente de la ludopatía la había mordido, se había cobrado otra víctima.

—Tienes que sentarte y relajarte —le dijo Edward al tiempo que tiraba de la manga de su camisa—. Respira hondo. —Miró a la rubia platino, vio cómo les lanzaba bocanadas de humo y cambió de opinión—. No, no respires hondo. Siéntate y relájate.
Con los hombros tensos, Bella le hizo caso.

—No puedo relajarme. El próximo cartón está a punto de empezar. —Colocó una mano encima del papel del chicle y con la otra agarró el rotulador.

Durante unos segundos, edward pensó que sería apropiado darle una charla sobre supersticiones. Diría que el envoltorio del chicle no podía ser un buen amuleto ya que lo había encontrado en el suelo. Cuando se lo había dado a Bella, no lo había hecho con la intención de darle buena suerte, lo único que deseaba era que callase de una vez. Estaba a punto de decírselo y lo habría hecho si en ese preciso instante, Bella no hubiese completado otro bingo y ganado otros cincuenta dólares.

Sólo tuvo que mirarla a los ojos para saber que, por mucho que le dijese, ella no le haría ningún caso.

—Es increíble, ¿no te parece? —dijo Bella mientras rascaba más boletos instantáneos—. Nunca había tenido tanta suerte en mi vida. ¿Crees que por eso estamos aquí? ¿Crees que se trata del karma o del destino o algo así, quiero decir? ¿Que realmente estamos aquí no por ti sino por mi causa? ¿Para que pueda descubrir lo afortunadísima que soy? Hay bingo todos los viernes por la noche. El próximo viernes no tenemos nada que hacer. Creo que deberíamos volver y...

Eso era más de lo que Edward podía soportar y no sólo por la idea de pasarse otro viernes en las profundidades del infierno. Antes de que Bella tachara otro número o rascase otro boleto instantáneo más, se puso en pie y la levantó en sus brazos.

Bella aulló, sorprendida y molesta. Alice dejó escapar una risita y comentó lo romántico que era todo aquello. Jasper alzó la mirada de sus cartones, pero en cuanto cantaron el siguiente número volvió a concentrarse en ellos.

—¡Espera! —Edward ya se había alejado tres pasos. Agarró el bolso con una mano y el envoltorio del chicle con la otra.

Si el necesitaba alguna prueba adicional que certificase que había obrado bien, el detalle del papel serviría. Sin importarle las caras de asombro de algunos jugadores, sin pensar en lo extraño que resultaba que la gran mayoría estuviesen tan absortos en el juego que ni siquiera se diesen cuenta, la tomó en sus brazos y la sacó de allí.
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ok, un pokito loca nuestra Bella no?...pero debo decir que el bingo u otros juegos asi han consumido a varios de mis amigos ^^... en fin.
Se dieron cuenta de lo que pensaba Edward....mmmm. el si la imagina en otras facetas...jajaja
ya ok, sigo escribiendo??
me comentan que les parecio ya?
Besos
LAs quierooooo

Afilianos ^^

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